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Antecedentes E Historia De La Salud pública En México.


Enviado por   •  9 de Septiembre de 2012  •  3.116 Palabras (13 Páginas)  •  1.273 Visitas

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Antecedente de la salud pública en México a partir de 1870.

Durante el periodo de 1870-1960 México presentó cambios importantes en lo referente a la vida social y la salud, ya que el 91% de los habitantes pertenecían al sector más pobre de la población. La alimentación de los peones era insuficiente, la higiene era pésima, no se contaba con agua entubada, letrinas higiénicas, baños y drenaje. En las ciudades el agua se obtenía de las fuentes, sin que existiera interés oficial en su limpieza, siendo hasta finales del siglo XIX cuando se implementó el drenaje sanitario. Los baños gratuitos en 1901 daban una proporción de 1 por 12,000 habitantes, por tanto no sorprende que la gente de campo y de las ciudades, mal nutridos, fatigados y sucios, fueran presa fácil de las enfermedades por parásitos y de las infecciones.

Debido a este “avance social” de nuestra nación, la población más pobre moría de hambre o de viruela, pero lo importante era mantener un cordón sanitario entre la gente “decente” y la plebe, y para eso bastaban 35,430 vacunas en el Distrito Federal y 5,273 para el resto de los estados. La precaria situación sanitaria del país decaía como consecuencia de la situación social, de tal forma el Instituto Patológico desapareció y la Academia de Medicina fue expulsada de su recinto en 1913. Por su parte el Instituto Bacteriológico Nacional fue disuelto y el Hospital General cambió seis veces de director entre 1911 y 1914, era evidente que el gobierno revolucionario no podía ocuparse de la ciencia. Aún queda la pregunta si la revolución cumplió en definitiva con una de las tareas más urgentes “el deber de mejorar la salud de los mexicanos”

Biológicamente hablando, los 26 años de la dictadura de Porfirio Díaz son de tal manera adversos para los mexicanos, mientras que en otras partes del mundo tenía lugar una formidable expansión, en la República Mexicana la población, diezmada por una mortalidad de 48.3 y de 46.7 por millar (promedio para 1891- 1900 y 1901-1910) apenas crece de 9,380,459 en 1876, a 13,605,919 en 1905, lo cual corresponde a entre 1877 y 1895, al 20% que es el que se registra en los últimos 15 años de la dictadura.

El marco de la vida social y la salud de los mexicanos de entonces pueden fácilmente concebirse si se toma en cuenta lo dicho, los peones-jornaleros y los obreros constituían el 77 y el 14%, respectivamente, de la población. Lo que dicho de otro modo puntualiza que, en los tiempos del gobierno del general Díaz, el 91% de los habitantes de México pertenecía al sector más pobre de la población.

A los bajos salarios se acompañaba una jornada de trabajo agotadora: los peones iniciaban sus labores a las 4 a.m. trabajando hasta la puesta del sol, los gañanes lo hacían de las 5 a.m. a las 6 p.m; mientras que en la Ciudad de México los obreros y los dependientes de las casas comerciales iniciaban sus actividades a las 7 a.m. para terminar unas 13 horas más tarde. El trabajo doméstico de los “criados” no ameritaba salario, ni tenían horario fijo.

La alimentación de la peonada era uniformemente monótona e insuficiente y consistía en hojas con piloncillo, gordas de maíz y frijoles con chile y sólo de muy de vez en cuando cambiaba por “mole de guajolote” o por “barbacoa”. A la mala comida hacía habitual compañía una gran cantidad de bebida, pulque sobre todo, cuya venta constituía negocio de mayor o de menor importancia para los hacendados y que con el aguardiente mantenían a los infelices entre el furor bestial o los más tristes lamentos y el embrutecimiento. Se bebía diariamente, pero sobre todo los días de raya y los domingos, sirviendo para el caso tanto el jacal como la vía pública y sobre todo las numerosísimas pulquerías y cantinas, cuya proporción era de dos y una respectivamente por cada calle en la “Ciudad de los Palacios” de 1893.

La higiene de nuestro pueblo era pésima: los peones no disfrutaban de agua entubada, de letrinas higiénicas, de baños ni del drenaje; adentro, en el jacal, convivían con las aves, con los perros y con los cerdos y afuera, el corral no era otra cosa que basurero, excusado y chiquero. En las ciudades el agua se obtenía de las fuentes o de los aguadores, sin que hubiera mayor interés oficial en su limpieza, ya que no en su pureza bacteriológica; las aguas negras corrían frecuentemente por el arroyo, aunque algunas grandes ciudades y desde luego la Capital, comenzaron a partir de fines del siglo XIX a disfrutar del drenaje sanitario.

En las vecindades de la capital se amontonaban hasta 900 personas, sin disfrute del agua corriente y con excusados del tipo “común”. El cuarto de baño era, naturalmente, un lujo, aunque algunas viviendas tenían instalaciones de “tina”, pero el aseo del cuerpo era para los pobres difícil e incómodo, pues los baños públicos gratuitos apenas daban, en 1901, una proporción de 1 por 12,000 a 15,000 habitantes; en justicia no podía pedirse a los proletariados mucho aseo; pero el amor de nuestra gente al agua limpia existía y se expresaba en el aprovechamiento para el efecto de los riachuelos y algunos canales de los alrededores de la capital y en los alegres chapuzones colectivos de los días de San Juan. Tomando en cuenta lo dicho, no sorprende que el proletariado del campo y de las ciudades, mal nutrido, fatigado y sucio, fuera presa fácil de las enfermedades por parásitos y de las infecciones.

La mortalidad en general era elevadísima, cuatro veces mayor aproximadamente que la observada en la década de 1950, pero por su significado conviene detenerse a analizar los casos de viruela, enfermedad científicamente evitable, del tifo, padecimiento grave que acompaña a la suciedad y a la miseria, y de la mortalidad infantil, seguro índice del avance social de las naciones.

Desde que los conquistadores importaron a América la viruela, este padecimiento atacó con saña a la población nativa. De triste fama es la epidemia que atacó a los defensores del Imperio Mexicano, debilitando su fuerza de combate hasta hacerlos fácilmente vulnerables frente al puñado de españoles que invadía México; en 1779 tuvo lugar otra epidemia tan feroz como la primera, pues en sólo la Capital de la Nueva España atacó a 44,286 personas, causando 8,820 muertes.

A principios del siglo XIX comenzaba a generalizarse en el mundo civilizado el empleo de la vacunación descubierta por Jenner y el virus fue traído a México por el Dr. Balmis, pero su empleo se hizo en escala restringida de tal modo que aún en tiempos del Consejo Superior de Salubridad y de Liceaga (desde 1879), la viruela continuaba existiendo endémicamente en México y produjo en 1909 una mortalidad de 118 por 100,000 (aproximadamente

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