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LA LIEBRE Y LA TORTUGA


Enviado por   •  22 de Octubre de 2014  •  Resúmenes  •  5.629 Palabras (23 Páginas)  •  358 Visitas

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LA LIEBRE Y LA TORTUGA

Un día una liebre se burlaba del lento caminar de una tortuga. La tortuga, sin ofenderse, le replicó: Tal vez tú seas más rápida, pero yo te ganaría en una carrera. Y la libre, totalmente convencida que eso era imposible, aceptó el reto. La tortuga estaba completamente segura que iba a ganar, así que dejó que la liebre eligiera el recorrido e incluso la meta. La liebre eligió un camino muy fácil para ella: Lleno de obstáculos para que la pobre tortuga, con las piernas tan cortas que tenía, se tropezase todo el rato.

Al llegar el día de la carrera, empezaron a la vez. La tortuga no dejó de caminar todo el rato, lenta, pero constante. En cambio la liebre, al ver que llevaba una gran ventaja sobre la tortuga se paró a descansar y se quedó dormida debajo de un árbol.

Cuando se despertó, miró detrás para ver dónde estaba la tortuga, pero no la vio. Espantada, miró para adelante y vio como la tortuga estaba a punto de llegar a la meta.

Corrió entonces la liebre tanto como pudo, pero no pudo alcanzar a la tortuga. Y fue así como la tortuga se proclamó vencedora.

EL GALLO Y EL ZORRO

Estaba de centinela en la rama de un árbol cierto gallo experimentado y ladino: "hermano, dijole un zorro con voz meliflua, ¿para qué hemos de pelearnos? haya paz entre nosotros.

Vengo a traerte en fausta nueva; baja, y te daré un abrazo. No tardes: tengo que correr mucho todavía. Bien podéis vivir sin zozobra, gallos y gallinas: somos ya hermanos vuestros. Festejamos las paces; ven a recibir mi abrazo fraternal. Amigo mío, contestó el gallo: no pudieras traerme nueva mejor que la de estas paces; y aún me complacen más, por ser tu el mensajero. Desde aquí diviso dos labreles, que sin duda son correos de la feliz noticia: van aprisa y pronto llegarán. Voy a bajar: serán los abrazos generales. ¡Adiós! , dijo el zorro: es larga hoy mi jornada; dejemos los placémenes para otro día.” Y el bribón, contrariado y mohíno, tomó las de Villadiego. El Gallo machucho echó a reír, al verlo correr todo azorado porque no hay gusto mayor que engañar al engañoso.

EL GNOMO

Vivía una vez un rey muy opulento que tenía tres hijas, las cuales salían todos los días a pasear al jardín. El Rey, gran aficionado a toda clase de árboles hermosos, sentía una especial preferencia por uno, y a quien cogía una de sus manzanas lo encantaba, hundiéndolo a cien brazas bajo tierra.

Al llegar el otoño, los frutos colgaban del manzano, rojos como la sangre. Las princesas iban todos los días a verlos, con la esperanza de que el viento los hiciera caer; pero jamás encontraron ninguno, aunque las ramas se inclinaban hasta el suelo, como si fueran a quebrarse por la carga. He aquí que a la menor de las hermanas le entró un antojo de catar la fruta, y dijo a las otras:

- Nuestro padre nos quiere demasiado para encantarnos; esto sólo debe de hacerlo con los extraños.

Cogió una gruesa manzana, le hincó el diente y exclamó, dirigiéndose a sus hermanas:

- ¡Oh! ¡Probadla, queridas mías! En mi vida comí nada tan sabroso.

Las otras mordieron, a su vez, el fruto, y en el mismo momento se hundieron las tres en tierra, y ya nadie supo más de ellas.

Al mediodía, cuando el padre las llamó a la mesa, nadie pudo encontrarlas por parte alguna, aunque las buscaron por todos los rincones de palacio y del jardín. El Rey, acongojadísimo, mandó pregonar por todo el país que quien le devolviese a sus hijas se casaría con una de ellas.

Fueron muchos los jóvenes que salieron en su busca, pues todo el mundo quería bien a las doncellas, por lo cariñosas que siempre se habían mostrado y, además, porque las tres eran muy hermosas. Partieron también tres cazadores, los cuales, al cabo de ocho días de marcha, llegaron a un gran palacio con magníficos aposentos. En uno de ellos encontraron una mesa puesta con apetitosas viandas, tan calientes que aún despedían vapor, pese a que en todo el palacio no aparecía un alma viviente. Estuvieron ellos aguardando por espacio de medio día, y las viandas seguían sin enfriarse, hasta que al fin, hambrientos los cazadores, sentáronse a la mesa y comieron de lo que había en ella. Convinieron luego en quedarse a vivir en el castillo y en echar suertes con objeto de que, quedándose uno en él, salieran los otros dos en busca de las princesas. Hicieron lo así, y tocóle al mayor quedarse; por tanto, los dos menores se pusieron en camino al día siguiente.

A mediodía presentóse un hombrecillo diminuto, que pidió un pedacito de pan. El cazador cortó una rebanada del que había encontrado y la ofreció al hombrecillo, pero éste la dejó caer al suelo y rogó al otro que la recogiera y se la diese. El mozo, complaciente, se inclinó, y entonces el enano, cogiendo un palo y agarrándolo por los cabellos, le propinó unos recios garrotazos. Al día siguiente le tocó el turno de quedarse en casa al segundo, y le ocurrió lo mismo. Cuando, al anochecer, llegaron al palacio los otros dos, dijo el mayor:

- ¿Qué tal lo has pasado?

- Pues muy mal - respondió el otro, y se contaron mutuamente su percance; sin embargo, nada dijeron al menor, a quien no querían, y lo llamaban tonto, porque era un alma bendita.

Al tercer día quedose el menor en el castillo, y, presentándose también el hombrecillo, pidióle un pedazo de pan. Al alargárselo el mozo, lo dejó caer como de costumbre y le rogó se lo recogiese. Pero el muchacho le replicó:

- ¡Cómo! ¿No puedes recogerlo tú mismo? Si tan poco trabajo quieres darte para ganarte la comida, no mereces que te la proporcionen. Enojado el hombrecillo, lo conminó a obedecerle; pero el otro, ni cortó ni perezoso, agarró al enano y le zurró de lo lindo. El hombrecillo se puso a gritar:

- ¡Basta, basta, suéltame! Te diré dónde están las tres princesas.

Al oír esto, el mozo interrumpió el vapuleo, y el enano le contó que era un gnomo, un espíritu de la Tierra, y como él había más de mil. Díjole que fuese con él, y le indicaría dónde se encontraban las hijas del Rey. Llevándolo ante un profundo pozo sin agua, le dijo que sabía que sus compañeros lo querían mal y que, si deseaba redimir a las princesas, debía hacerlo él solo. Sus dos hermanos también lo pretendían, pero sin someterse a fatiga ni peligro alguno. Para desencantarlas era preciso que se proveyese de una gran cesta, su cuchillo de monte y una campanilla,

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