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La influencia de la revolucion en la vida intelectual de Mexico


Enviado por   •  23 de Enero de 2014  •  5.970 Palabras (24 Páginas)  •  347 Visitas

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"LA INFLUENCIA DE LA REVOLUCIÓN EN LA

VIDA INTELECTUAL DE MÉXICO"

Hay en la historia de México, después de su independencia, dos grandes movimientos de transformación social: la Reforma, inspirada en la orientación liberal, que se extiende de1855 a 1867; el reciente que todos llaman la Revolución, el cual empieza en 1910 y se consolida hacia 1920.

La Revolución ha ejercido extraordinario influjo sobre la vida intelectual, como sobre todos los órdenes de actividad en aquel país. Raras veces se ha ensayado determinar las múltiples vías que ha invadido aquella influencia; pero todos convienen, cuando menos, en la nueva fe, que es el carácter fundamental del movimiento: la fe en la educación popular, la creencia de que toda la población del país debe ir a la escuela, aun cuando este ideal no se realice en pocos años, ni siquiera en una generación.

Esta fe significa una actitud enteramente nueva ante el problema de la educación pública. No que la teoría de la educación popular fuese desconocida antes. Al contrario: tan pronto como México comenzó a salir, hace más de cien años, del medievalismo de la época colonial, entró en circulación la teoría de la educación popular como fundamento esencial de la democracia. Fernández de Lizardi, el célebre Pensador Mexicano, que murió en 1827, fue ardoroso campeón de la idea, y hasta esperaba que la multitud de sus propias publicaciones, bajo la forma de novelas, dramas, folletos, revistas y calendarios, estimularan en el pueblo el deseo de leer. Desde que la lucha de independencia terminó (en 1821), fue creciendo paulatinamente el número de escuelas públicas y privadas; todo hombre que podía permitírselo asistía a la escuela, y hasta llegó a considerarse indispensable que las mujeres no fuesen iletradas (recuérdese que en la época colonial, hasta fines del siglo XVIII, muchos creían peligroso para las mujeres el aprender a leer y escribir). Pero la educación popular, durante cien años, existió en México principalmente como teoría: en la práctica, la asistencia escolar estaba limitada a las minorías cuyos recursos económicos les permitían no trabajar desde la infancia; entre los pobres verdaderos, muy pocos cruzaban el vado de las primeras letras. Los devotos de la educación popular (hombres como justo Sierra, que fue Secretario de Instrucción Pública hacia el final del régimen de Porfirio Díaz) nunca lograron comunicar su fe al hombre de la calle ¡ni siquiera al gobierno!

Hay que recordar que hasta el comienzo del siglo XIX, la América Latina, a pesar de sus imprentas, vivía bajo una organización medieval de la sociedad y dentro de una idea medieval de la cultura. Nada recordaba la Edad Media tanto como sus grandes Universidades (tales, las de Santo Domingo, la de México, la de Lima): allí, el latín era el idioma de las cátedras; la teología era la asignatura principal; el derecho era el romano o el eclesiástico, nunca el estatuto vivo del país; la medicina se enseñaba con textos árabes, y de cuando en cuando el regreso a Hipócrates significaba una renovación. Saber leer y escribir era, como en la Europa de la Edad Media, habilidad estrictamente profesional, comparable a la de tallar madera o fabricar loza. Según observa Charles Péguy, los pueblos protestantes comenzaron a leer después de la Reforma, los pueblos católicos desde la Revolución Francesa. Así se comprende cómo hubieron de pasar cien años para que una nación se diera cuenta de que la educación popular no es un sueño utópico sino una necesidad real y urgente. Eso es lo que México ha descubierto durante los últimos quince años, como resultado de las insistentes demandas de la Revolución. El programa de trabajo emprendido por Vasconcelos de 1920 a 1924 es la cristalización de estas aspiraciones populares.[1] De hoy en adelante, ningún gobierno podrá desatender la instrucción del pueblo.

El nuevo despertar intelectual de México, como de toda la América Latina en nuestros días, está creando en el país la confianza en su propia fuerza espiritual. México se ha decidido a adoptar la actitud de discusión, de crítica, de prudente discernimiento, y no ya de aceptación respetuosa, ante la producción intelectual y artística de los países extranjeros; espera, a la vez, encontrar en las creaciones de sus hijos las cualidades distintivas que deben ser la base de una cultura original.

El preludio de esta liberación está en los años de 1906 a 1911. En aquel período, bajo el gobierno de Díaz, la vida intelectual de México había vuelto a adquirir la rigidez medieval, si bien las ideas eran del siglo XIX, "muy siglo XIX". Toda Weltanschauung estaba predeterminada, no ya por la teología de Santo Tomás o de Duns Escoto, sino por el sistema de las ciencias modernas interpretado por Comte, Mill y Spencer; el positivismo había reemplazado al escolasticismo en las escuelas oficiales, y la verdad no existía fuera de él. En teoría política y económica, el liberalismo del siglo XVIII se consideraba definitivo. En la literatura, a la tiranía del "modelo clásico" había sucedido la del París moderno. En la pintura, en la escultura, en la arquitectura, las admirables tradiciones mexicanas, tanto indígenas como coloniales, se habían olvidado: el único camino era imitar a Europa. ¡Y qué Europa: la de los deplorables salones oficiales! En música, donde faltaba una tradición nacional fuera del canto popular, se creía que la salvación estaba en Leipzig.

Pero en el grupo a que yo pertenecía, el grupo en que me afilié a poco de llegar de mi patria (Santo Domingo) a México, pensábamos de otro modo. Éramos muy jóvenes (había quienes no alcanzaran todavía los veinte años) cuando comenzamos a sentir la necesidad del cambio. Entre muchos otros, nuestro grupo comprendía a Antonio Caso, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Acevedo el arquitecto, Rivera el pintor. Sentíamos la opresión intelectual, junto con la opresión política y económica de que ya se daba cuenta gran parte del país. Veíamos que la filosofía oficial era demasiado sistemática, demasiado definitiva para no equivocarse. Entonces nos lanzamos a leer a todos los filósofos a quienes el positivismo condenaba como inútiles, desde Platón, que fue nuestro mayor maestro, hasta Kant y Schopenhauer. Tomamos en serio (¡oh blasfemia!) a Nietzsche. Descubrimos a Bergson, a Boutroux, a James, a Croce. Y en la literatura no nos confinamos dentro de la Francia moderna. Leímos a los griegos, que fueron nuestra pasión. Ensayamos la literatura inglesa. Volvimos, pero a nuestro modo, contrariando toda receta, a la literatura española, que había quedado relegada a las manos de los académicos de provincia. Atacamos y desacreditamos las tendencias de todo arte pompier:

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