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El Señor Presidente


Enviado por   •  22 de Agosto de 2011  •  5.252 Palabras (22 Páginas)  •  1.755 Visitas

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Miguel Ángel Asturias

El Señor Presidente

PRIMERA PARTE.

21, 22 y 23 de abril.

I.

En el portal del Señor.

... ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos

persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la

sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la

podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de

piedralumbre!

¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de

alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbra, alumbre...!

Los pordioseros se arrastraban por las cocinas del mercado, perdidos en la sombra de la

Catedral helada, de paso hacia la Plaza de Armas, a lo largo de calles tan anchas como

mares, en la ciudad que se iba quedando atrás íngrima y sola.

La noche los reunía al mismo tiempo que a las estrellas. Se juntaban a dormir en el Portal

del Señor sin más lazo común que la miseria, maldiciendo unos de otros, insultándose a

regañadientes con tirria de enemigos que se buscan pleito, riñendo muchas veces a codazos

y algunas con tierra y todo, revolcones en los que, tras escupirse, rabiosos, se mordían. Ni

almohada ni confianza halló jamás esta familia de parientes del basurero. Se acostaban

separados, sin desvestirse, y dormían como ladrones, con la cabeza en el costal de sus

riquezas: desperdicios de carne, zapatos rotos, cabos de candela, puños de arroz cocido

envueltos en periódicos viejos, naranjas y guineos pasados.

En las gradas del Portal se les veía, vueltos a la pared, contar el dinero, morder las

monedas de níquel para saber si eran falsas, hablar a solas, pasar revista a las provisiones

Miguel Ángel Asturias

El Señor Presidente

de boca y de guerra, que de guerra andaban en la calle armados de piedras y escapularios, y

engullirse a escondidas cachos de pan en seco. Nunca se supo que se socorrieran entre

ellos, avaros de sus desperdicios, como todo mendigo, preferían darlos a los perros antes

que a sus compañeros de infortunio.

Comidos y con el dinero bajo siete nudos en un pañuelo atado al ombligo, se tiraban al

suelo y caían en sueños agitados, tristes; pesadillas por las que veían desfilar cerca de sus

ojos cerdos con hambre, mujeres flacas, perros quebrados, ruedas de carruajes y fantasmas

de Padres que entraban a la Catedral en orden de sepultura, precedidos por una tenia de

luna crucificada en tibias heladas. A veces, en lo mejor del sueño, les despertaban los

gritos de un idiota que se sentía perdido en la Plaza de Armas. A veces, el sollozar de una

ciega que se soñaba cubierta de moscas, colgando de un clavo, como la carne en las

carnicerías. A veces, los pasos de una patrulla que a golpes arrastraba a un prisionero

político, seguido de mujeres que limpiaban las huellas de sangre con los pañuelos

empapados en llanto. A veces, los ronquidos de un valetudinario tiñoso o la respiración de

una sordomuda en cinta que lloraba de miedo porque sentía un hijo en las entrañas. Pero el

grito del idiota era el más triste. Partía el cielo. Era un grito largo, sonsacado, sin acento

humano.

Los domingos caía en medio de aquella sociedad extraña un borracho que, dormido,

reclamaba a su madre llorando como un niño. Al oír el idiota la palabra madre, que en boca

del borracho era imprecación a la vez que lamento, se incorporaba, volvía a mirar a todos

lados de punta a punta del Portal, enfrente, y tras despertarse bien y despertar a los

compañeros con sus gritos, lloraba de miedo juntando su llanto al del borracho.

Ladraban perros, se oían voces, y los más retobados se alzaban del suelo a engordar el

escándalo para que se callara. Que se callara o que viniera la policía. Pero la policía no se

acercaba ni por gusto. Ninguno de ellos tenía para pagar la multa. «¡Viva Francia!»,

gritaba Patahueca en medio de los gritos y los saltos del idiota, que acabó siendo el

hazmerreír de los mendigos por aquel cojo bribón y mal hablado que, entre semana,

algunas noches remedaba al borracho. Patahueca remedaba al borracho y el Pelele —así

apodaban al idiota—, que dormido daba la impresión de estar muerto, revivía a cada grito

sin fijarse en los bultos arrebujados por el suelo en pedazos de manta que, al verle medio

loco, rifaban palabritas de mal gusto y risas chillonas. Con los ojos lejos de las caras

monstruosas de sus compañeros, sin ver nada, sin oír nada, sin sentir nada, fatigado por el

llanto, se quedaba dormido, pero al dormirse, carretilla de todas las noches, la voz de

Patahueca le despertaba:

—¡Madre!...

El

...

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