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Querido Diego, Te Abraza Quiela


Enviado por   •  27 de Noviembre de 2013  •  1.904 Palabras (8 Páginas)  •  615 Visitas

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Querido Diego, te abraza Quiela*

Elena Poniatowska

E n los papeles que están sobre la mesa, en vez de los bocetos habituales, he escrito con una letra que no reconozco: “Son las seis de la mañana y Diego no está aquí.” En otra hoja blanca que nunca me atrevería a emplear si no es para un dibujo, miro con sorpresa mi garabato: “Son las ocho de la mañana, no oigo a Diego hacer ruido, ir al baño, recorrer el tramo de la entrada hasta la ventana y ver el cielo en un movimiento lento y grave como acostumbra hacerlo y creo que voy a volverme loca”, y en la misma más abajo: “Son las once de la mañana, estoy un poco loca, Diego definitivamente no está, pienso que no vendrá nunca y giro en el cuarto como alguien que ha perdido la razón.

No tengo en qué ocuparme, no me salen los grabados, hoy no quiero ser dulce, tranquila, decente, sumisa, comprensiva, resignada, las cualidades que siempre ponderan los amigos. Tampoco quiero ser maternal; Diego no es un niño grande, Diego sólo es un hombre que no escribe porque no quiere y me ha olvidado por completo.” Las últimas palabras están trazadas con violencia, casi rompen el papel y lloro ante la puerilidad de mi desahogo. ¿Cuándo lo escribí? ¿Ayer? ¿Antier? ¿Anoche? ¿Hace cuatro noches? No lo sé, no lo recuerdo. Pero ahora Diego, al ver mi desvarío te lo pregunto y es posiblemente la pregunta más grave que he hecho en mi vida. ¿Ya no me quieres, Diego? Me gustaría que me lo dijeras con toda franqueza. Has tenido suficiente tiempo para reflexionar y tomar una decisión por lo menos en una forma inconsciente, si es que no has tenido la ocasión de formularla en palabras. Ahora es tiempo de que lo hagas. De otro modo arribaremos a un sufrimiento inútil, inútil y monótono como un dolor de muelas y con el mismo resultado. La cosa es que no me escribes, que me escribirás cada vez menos si dejamos correr el tiempo y al cabo de unos cuantos años llegaremos a vernos como extraños si es que llegamos a vernos.

En cuanto a mí, puedo afirmar que el dolor de muelas seguirá hasta que se pudra la raíz; entonces ¿no sería mejor que me arrancaras de una vez la muela, si ya no hallas nada en ti que te incline hacia mi persona? Recibo de vez en cuando las remesas de dinero, pero tus recados son cada vez más cortos, más impersonales y en la última no venía una sola línea tuya. Me nutro indefinidamente con un “Estoy bien, espero que tú lo mismo, saludos, Diego” y al leer tu letra adorada trato de adivinar algún mensaje secreto, pero lo escueto de las líneas escritas a toda velocidad deja poco a la imaginación. Me cuelgo de la frase: “Espero que tú lo mismo” y pienso: “Diego quiere que yo esté bien” pero mi euforia dura poco, no tengo con qué sostenerla. Debería quizá comprender por ello que ya no me amas, pero no puedo aceptarlo. De vez en cuando, como hoy, tengo un presentimiento pero trato de borrarlo a toda costa. Me baño con agua fría para espantar las aves de mal agüero que rondan dentro de mí, salgo a caminar a la calle, siento frío, trato de mantenerme activa, en realidad, deliro. Y me refugio en el pasado, rememoro nuestros primeros encuentros en que te aguardaba enferma de tensión y de júbilo. Pensaba: en medio de esta multitud, en pleno día entre toda esta gente; del Boulevard Raspail, no, de Montparnasse entre estos hombres y mujeres que surgen de la salida del metro y van subiendo la escalera, él va a aparecer, no, no aparecerá jamás porque es sólo un producto de mi imaginación, por lo tanto yo me quedaré aquí plantada en el café frente a esta mesa redonda y por más que abra los ojos y lata mi corazón, no veré nunca a nadie que remotamente se parezca a Diego.

Temblaba yo, Diego, no podía ni llevarme la taza a los labios, ¡cómo era posible que tú caminaras por la calle co- mo el común de los mortales!, escogieras la acera de la derecha; ¡sólo un milagro te haría emerger de ese puñado de gente cabizbaja, oscura y sin cara, y venir hacia mí con el rostro levantado y tu sonrisa que me calienta con sólo pensar en ella! Te sentabas junto a mí como si nada, inconsciente ante mi expectativa dolorosa y volteabas a ver al hindú que leía el Lon- don Times y al árabe que se sacaba con el tenedor el negro de las uñas. Aún te veo con tus zapatos sin bolear, tu viejo sombrero olanudo, tus pantalones arrugados, tu estatura monumental, tu vientre siempre precediéndote y pienso que nadie absolutamente, podría llevar con tanto señorío prendas tan ajadas.

Yo te escuchaba quemándome por dentro, las manos ardientes sobre mis muslos, no podía pasar saliva y sin embargo parecía tranquila y tú lo comentabas: “¡Qué sedante eres Angelina, qué remanso, qué bien te sienta tu nombre, oigo un levísimo rumor de alas!” Yo estaba como drogada, ocu- pabas todos mis pensamientos, tenía un miedo espantoso de defraudarte. Te hubiera telegrafiado en la noche misma para recomponer nuestro encuentro, porque repasaba cada una de nuestras frases y me sentía desgraciada por mi torpeza, mi nerviosidad, mis silencios, reha- cía, Diego, un encuentro ideal para que volvieras a tu trabajo con la certeza de que yo era digna de tu atención, temblaba Diego, estaba muy consciente de mis sentimientos y de mis deseos inarticulados, tenía tanto qué decirte —pasaba el día entero repitiéndome a mí misma lo que te diría— y al verte de pronto, no podía expresarlo y en la noche lloraba agotada sobre la almohada, me mordía las manos: “Mañana no

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