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Cuentos Hondureños


Enviado por   •  11 de Noviembre de 2011  •  686 Palabras (3 Páginas)  •  1.539 Visitas

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De repente mi desnudez me fue devuelta

Rocío Tábora

Sus ojos los sentí intrusos. Bañarme, cambiarme frente a él como si nada después de tantos años de convivencia me pareció incómodo, era como serte infiel. Empecé a bañarme a puerta cerrada… era parte de la espera…

Tu mirada apenas había rozado mi mirada. Dijiste que te perdías en ella como en un océano, que te sentías perdido como un niño; luego propusiste racionalidad, equilibrio para nosotros, nosotros… el espacio no da lugar ni al encuentro de nuestras miradas…

No soporto sobre mi piel otras manos que no sean las tuyas, ni voces cercanas a mi oído, ni que otras miradas se posen en mi espalda desnuda…

… esta madrugada, me fugué hasta tu casa, traspasé tu puerta, me metí entre tus sábanas… después de tantas noches en vela, por fin logré dormir cuando deposité mi cabeza en tu almohada, me interné en ti cuando respirabas, ya exhaustos ambos de extrañarnos…

… ahora todo mi cuerpo reverdece ante ti, todavía tengo lagos y lagunas, selvas y galaxias escondidas en la piel, que otras manos no encontraron, o yo no quise entregárselas porque sabía que un día vendrías tú, en medio de lo imposible pero vendrías… en medio de órdenes, prohibiciones, castigos, censuras (tuyas y mías) vendrías, vendríamos, con la fuerza de nuestras razones, sentires, nuestros espíritus tuyo-mi-nuestro-cuerpo… una constelación encendida te esperaba en mi vientre…

… y ahora camino descalza en esta lejana y cercana geografía, terreno que irrumpe sin avisarnos, en este país de montañas hermosas, de hipocresías deambulantes, gente violenta por todas partes, juicios y hogueras en las lenguas de la gente… para no tener la piel a puerta cerrada atisbo una brújula urgente en el fondo de tus ojos.

Fuente: Tábora, Rocío. 2011. Cosas que rozan.

Los guerreros

Raúl Alvarenga

Venían de allá, de arriba, del norte; donde el hielo y la vida se detienen en lo blanco de la escarcha.

Ellos, guerreros feroces, bestias desquiciadas, se apoderaron de los linderos de la selva. Yacían en medio de árboles como si fueran sus troncos. Traían consigo una magia que no entendíamos. En el día, escondidos entre las ramas, no les diferenciábamos.

Al comenzar el invierno empezó la matanza. Los hombres bestias, aullaban y rugían imitando a ciertos animales: Al león, al tigre, al coyote y al gato montés. Trizaban con los dientes y desgarraban con las uñas. En una mañana murieron dos mil de nuestros guerreros, el resto no accedimos a tocar los bordes de la maleza porque sabíamos que la muerte nos absorbería en un respirar.

Sitiados en nuestras ciudades, nos comunicábamos

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