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El Corazón Delator


Enviado por   •  22 de Julio de 2013  •  2.120 Palabras (9 Páginas)  •  431 Visitas

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EDGAR ALLAN POE

EL CORAZÓN DELATOR

EL CORAZÓN DELATOR - Edgar Allan Poe (1809 - 1849)

Título en Inglés: THE TELL-TALE HEART

Texto de dominio público.

Edición Electrónica: El Trauko

Versión 1.0 - Word 97

Texto digital # 59

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Chile - Febrero 2001

EL CORAZÓN DELATOR

Edgar Allan Poe

¡Es verdad! Soy muy nervioso, horrorosamente nervioso, siempre lo fui, pero, ¿por qué pretendéis que esté loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, sin destruirlos ni embotarlos. Tenía el oído muy fino; ninguno le igualaba; he escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra, y no pocas del infierno. ¿Cómo he de estar loco? ¡Atención! Ahora veréis con qué sano juicio y con qué calma puedo referiros toda la historia.

Me es imposible decir cómo se me ocurrió primeramente la idea; pero una vez concebida, no pude desecharla ni de noche ni de día. No me proponía objeto alguno ni me dejaba llevar de una pasión. Amaba al buen anciano, pues jamás me había hecho daño alguno, ni menos insultado; no envidiaba su oro; pero tenía en sí algo desagradable. ¡Era uno de sus ojos, sí, esto es! Se asemejaba al de un buitre y tenía el color azul pálido. Cada vez que este ojo fijaba en mí su mirada, se me helaba la sangre en las venas; y lentamente, por grados, comenzó a germinar en mi cerebro la idea de arrancar la vida al viejo, a fin de librarme para siempre de aquel ojo que me molestaba.

¡He aquí el quid! Me creéis loco; pero advertid que los locos no razonan. ¡Su hubiérais visto con qué buen juicio procedí, con qué tacto y previsión y con qué disimulo puse manos a la obra! Nunca había sido tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato.

Todas las noches, a eso de las doce, levantaba el picaporte de la puerta y la abría; pero ¡qué suavemente! Y cuando quedaba bastante espacio para pasar la cabeza, introducía una linterna sorda bien cerrada, para que no filtrase ninguna luz, y alargaba el cuello. ¡Oh!, os hubiérais reído al ver con qué cuidado procedía. Movía lentamente la cabeza, muy poco a poco, para no perturbar el sueño del viejo, y necesitaba al menos una hora para adelantarla lo suficiente a fin de ver al hombre echado en su cama. ¡Ah! Un loco no habría sido tan prudente. Y cuando mi cabeza estaba dentro de la habitación, levantaba la linterna con sumo cuidado, ¡oh, con qué cuidado, con qué cuidado!, porque la charnela rechinaba. No la abría más de lo suficiente para que un imperceptible rayo de luz iluminase el ojo de buitre. Hice esto durante siete largas noches, hasta las doce; pero siempre encontré el ojo cerrado y, por consiguiente, me fue imposible consumar mi obra, porque no era el viejo lo que me incomodaba, sino su maldito ojo. Todos los días, al amanecer, entraba atrevidamente en su cuarto y le hablaba con la mayor serenidad, llamándole por su nombre con tono cariñoso y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya veis, por lo dicho, que debería ser un viejo muy perspicaz para sospechar que todas las noches hasta las doce le examinaba durante su sueño.

Llegada la octava noche, procedí con más precaución aún para abrir la puerta; la aguja de un reloj se hubiera movido más rápidamente que mi mano. Mis facultades y mi sagacidad estaban más desarrolladas que nunca, y apenas podía reprimir la emoción de mi triunfo.

¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta poco a poco, y que él no podía ni siquiera soñar en mis actos! Esta idea me hizo reír; y tal vez el durmiente escuchó mi ligera carcajada, pues se movió de pronto en su lecho como si se despertase. Tal vez creeréis que me retiré; nada de eso; su habitación estaba negra como un pez, tan espesas eran las tinieblas, pues mi hombre había cerrado herméticamente los postigos por temor a los ladrones; y sabiendo que no podía ver la puerta entornada, seguí empujándola más, siempre más.

Había pasado ya la cabeza y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar se deslizó sobre el muelle con que se cerraba y el viejo se incorporó en su lecho exclamando:

—¿Quién anda ahí?

Permanecí inmóvil sin contestar; durante una hora me mantuve como petrificado, y en todo este tiempo no le vi echarse de nuevo; seguía sentado y escuchando, como yo lo había hecho noches enteras.

Pero he aquí que de repente oigo una especie de queja débil, y reconozco que era debida a un terror mortal; no era de dolor ni de pena, ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado que se eleva del fondo de un alma poseída por el espanto.

Yo conocía bien este rumor, pues muchas noches, a las doce, cuando todos dormían, lo oí producirse en mi pecho, aumentando con su eco terrible el terror que me embargaba. Por eso comprendía bien lo que el viejo experimentaba, y le compadecía, aunque la risa entreabriese mis labios. No se me ocultaba que se había mantenido despierto desde el primer ruido, cuando se revolvió en el lecho; sus temores se acrecentaron, y sin duda quiso persuadirse que no había causa para ello; mas no pudo conseguirlo. Sin duda pensó: «Eso no será más que el viento de la chimenea, o de un ratón que corre, o algún grillo que canta». El hombre se

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