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Ficha De Compresión Lectora


Enviado por   •  22 de Junio de 2013  •  1.978 Palabras (8 Páginas)  •  397 Visitas

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TALLER DE COMPRENSIÓN LECTORA

LAS GARZAS DE HIROSHIMA

(Enriqueta Flores)

Fue en los comienzos de la primavera, cuan¬do el aromo del patio se veía poblado de granos de oro y las abejas zumbaban gozosas entre las flores recién nacidas. Al llegar a clases, nos dijeron que debíamos permanecer formados porque habría un acto muy importante.

Al poco rato, sobre el escenario, apareció nuestro Director. Venía acompañado de unos se¬ñores de ojos rasgados y de dos damas con largas túnicas bordadas, sujetas con anchos cinturones brillantes terminados en un gran lazo; llevaban el negro cabello peinado hacia arriba, sujeto con una fina varilla del color del ébano y peinetas bellamente decoradas. Con palabras muy sim¬ples, se nos explicó que las visitas representaban a Japón y que nos traían un mensaje muy espe¬cial de los niños y niñas de su país. En ese instante, salieron unas delicadas jovencitas en¬fundadas en kimonos, llevando canastillos col¬mados de lo que parecían pétalos de flores. Con una inclinación muy fina, nos sonrieron con dul¬zura. Una de las damas, en un castellano muy especial, nos contó una historia verdadera que nos dejó silenciosos, sin saber si seguir callados para siempre o llorar.

Poco antes de que la Segunda Guerra Mundial concluyera, el hombre había inventado el arma más mortífera de todos los tiempos: la bomba atómica. Y ese poder destructor cayó sobre dos ciudades japonesas: Nagasaki e Hiroshima, que quedaron sumidas en una llaga gigantesca de dolor. Sobre el asfalto calcinado, permanecían las sombras blancas de los miles de ciudadanos al¬canzados por el impacto. Los árboles y las flores desaparecieron y los sobrevivientes, con la piel herida para siempre, deambulaban sin siquiera poder llorar. Sawako Sasaki, una niñita de sólo dos años, recibió en su cuerpo inocente la radia¬ción, al igual que millones de criaturas.

El tiempo no se detuvo. Sobre las ruinas, el valor de una raza empezó a forjar un futuro y Sawako formaba parte de él. Ella fue creciendo, pese al mal que la corroía implacable, hasta que tuvo que cambiar su sala de clases por la de un hospital.

Una leyenda nipona cuenta que quien confec¬ciona con sus manos mil garzas de papel, logra que se cumpla su deseo más ferviente. Y Sawako sólo anhelaba que todos los niños del mañana vivieran en un mundo de paz y armonía. Ella sabía que agonizaba lentamente, acosada por la leucemia, pero en su lecho de enferma dio paso a la esperanza para los demás. Con sus dedos lacerados por el dolor, Sawako comenzó a formar una a una la etérea forma de un ave ligera como la brisa. Con la perfecta técnica heredada de sus antepasados, la valerosa niña tomaba hojas de papel de cien tonalidades y las iba transformando en garzas de particular belleza. Los otros enfermitos siguieron su ejemplo y empezaron a crear hermosura con sus manos. Mil aves aladas bro¬taron de los dedos de Sawako Sasaki. Cuando tenía apenas doce años, se fue remontando los espacios para encontrarse con la Garza Real, ésa que es azul como la ilusión...

A Sawako le levantaron un impresiónate mo¬numento en el Parque de la Paz de Hiroshima. En cada aniversario del estallido de la bomba atómi¬ca, miles de niños y niñas empiezan desde el amanecer a caminar hacia ese lugar y dejan, junto a la imagen de Sawako Sasaki, las pajaritas de papel que han confeccionado con la magia de su arte legendario. Esos niños no piden nada para sí; sólo desean que jamás vuelva a repetirse la tragedia de una guerra nuclear. Sólo anhelan que la humanidad aprenda a vivir en paz.

Cuando la dama, emocionada, terminó de contarnos la historia de Sawako, las japonesitas bajaron con sus canastillos y a cada uno nos regalaron una garza hecha por colegiales de ese lejano país. La mía era rosa, suave, perfecta.

Por los altoparlantes, una voz nos dejó un mensaje que nadie podría olvidar: "Las garzas de Hiroshima sobrevivieron a la miseria humana, al odio y a la desesperanza, porque manos incansa¬bles de niños y adolescentes como ustedes apren¬dieron a ennoblecer lo más simple —una hoja de papel— para convertirlo en símbolo de amor".

Con una venia, las niñas japonesas se despi¬dieron. Nos habían dejado en las manos y en el corazón mucho más que un regalo y un senti¬miento. La campana nos llamó a clases y, por primera vez, todo el alumnado lo hizo en silencio.

Ese silencio fue lentamente convirtiéndose en murmullo. Creo que ninguno prestó atención esa tarde a las clases; sólo teníamos ojos para mirar la pajarita que habíamos dejado sobre el banco para que no se estropeara. A Moreno le tocó la más hermosa; hecha de un material aterciopela¬do, con visos de plata, parecía querer volar. Nadie hubiera dicho que de un trozo de papel pudiera surgir algo tan bello; pero allí estaba la garza, y Moreno —que sufría de una miopía severa— no dejaba de agachar la cabeza para mirar mejor la maravillosa figura.

Al concluir la jornada, salimos muy ordena¬dos, pues nuestra única preocupación era el ave de papel que cada uno llevaba en la palma de su mano. Ese día nadie se quedó conversando y todos siguieron su camino. Como iba preocupada del tesoro que llevaba, me fui andando lentamen¬te por otra calle. Delante de mí, y a cierta distan¬cia, divisé a Moreno. Era el único que vivía en esa cuadra y era inconfundible por su modo de andar y por su mochila naranja. Iba a llamarlo, cuando él se detuvo repentinamente junto a un chico sentado en la cuneta. Me extrañó la actitud vaci¬lante de mi compañero, pues avanzó unos metros y retrocedió; luego se inclinó junto al niño. Ense¬guida partió corriendo, entró al antejardín de su casa y no lo vi más.

Intrigada, apresuré el paso y me detuve junto al mocosito. En las sucias palmas de sus manos, una garza de plata hacía nido... El asombro me hizo arrodillarme junto al niño. Era pobrísimo y flacuchento; no aparentaba más de siete años, pero miraba fascinado el regalo que había bajado desde el cielo para iluminar con una sonrisa su rostro desvalido.

Sentí que algo se estremecía dentro de mí. Miré mi garza rosada y me di cuenta de que no era capaz de dársela a nadie, porque deseaba conservarla siempre. Me sentí egoísta y me dio vergüenza.

Desde esa tarde, admiré profundamente a Mo¬reno. Nunca le dije a nadie —ni menos a él— que había sido testigo de un acto tan generoso, espon¬táneo y anónimo, como son los actos dé amor verdadero.

Actividades de los alumnos.

1. Completa el siguiente cuadro:

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