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La Perdida


Enviado por   •  21 de Septiembre de 2013  •  1.376 Palabras (6 Páginas)  •  317 Visitas

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Mi aliento matutino caldeó la almohada y cambié mentalmente de tema. No era aquel un día apropiado

para lamentaciones y segundas opiniones, sino para actuar. Procedente de la planta baja, pude oír el

regreso de un sonido largamente ausente: el de Amy preparando el desayuno. Un abrir y cerrar de

armarios de madera (¡pim-pam!), un entrechocar de contenedores metálicos y de cristal (¡clinc-clanc!),

un inspeccionar y seleccionar de ollas y sartenes (¡frus-fras!). Una orquesta culinaria afinando,

trapaleando vigorosamente hacia la apoteosis mientras un molde para tartas rueda sobre el suelo y golpea

la pared como un címbalo. Algo impresionante estaba siendo creado, probablemente un crepe, porque los

crepes son especiales, y aquel día Amy querría cocinar algo especial.

Era nuestro quinto aniversario de boda.

Caminé descalzo hasta el rellano de la escalera y permanecí allí escuchando, hundiendo los pies en la

mullida moqueta de pared a pared que Amy detestaba por principio, mientras intentaba decidir si estaba

preparado para unirme a mi esposa. Amy seguía en la cocina, ajena a mis dudas. Estaba tarareando una

melodía melancólica y familiar. Me esforcé por identificarla —¿una canción popular?, ¿una nana?— y

entonces me percaté de que era la sintonía de M*A*S*H. «Suicide is painless», el suicidio es indoloro.

Descendí a la planta baja.

Me quedé junto a la puerta, observando a mi mujer. Se había recogido la melena dorada como la

mantequilla en una cola de caballo que oscilaba alegre como una comba y se estaba chupando

distraídamente una quemazón en la punta del dedo, tarareando por encima de ella. Tarareaba para sí

misma, porque a la hora de descuartizar las letras no tenía rival. Al poco de empezar a salir, oímos en la

radio una canción de Genesis: «Ella parece tener un toque invisible y constante». Pero Amy cantó: «Ella

aparca mi sombrero en el último estante». Cuando le pregunté cómo se le podía haber ocurrido que su

versión fuese vaga, posible, remotamente correcta, me dijo que siempre había pensado que la mujer de la

canción amaba de verdad al cantante porque había puesto su sombrero en el último estante. Supe

entonces que me gustaba, que me gustaba de verdad aquella chica con una explicación para todo.

Tiene algo de perturbador, evocar un recuerdo cálido y que te deje completamente frío.

Amy estudió el crepe que siseaba sobre la sartén y se lamió algo de la muñeca. Parecía victoriosa,

conyugal. Si la estrechaba entre mis brazos, olería a bayas y a azúcar glas.

Cuando se percató de que estaba allí, acechando, con mis calzoncillos mugrientos y los pelos de

punta, Amy se apoyó contra la encimera de la cocina y dijo:

—Hola, guapo.

La bilis y el temor se abrieron paso a través de mi garganta. Pensé: «Vale, adelante».

Llegaba muy tarde a trabajar. Tras haber regresado al pueblo, mi hermana y yo habíamos cometido una

estupidez. Hicimos lo que siempre habíamos dicho que nos gustaría hacer: abrimos un bar. Para ello, le

pedimos dinero prestado a Amy, ochenta mil dólares, cantidad que en otro tiempo habría sido una

menudencia para ella, pero que en aquel momento lo era casi todo. Juré que se lo devolvería, con

intereses. No quería ser el tipo de hombre que recurre al dinero de su esposa. Podía ver a mi padre

torciendo los labios solo de pensarlo. «En fin, hay hombres para todo», era su frase más reprobatoria,

cuya segunda parte siempre quedaba sin pronunciar: «y tú eres del tipo equivocado».

Pero lo cierto es que fue una decisión práctica, una astuta maniobra empresarial. Tanto Amy como yo

necesitábamos nuevas carreras; aquella sería la mía. Ella podría elegir la suya en el futuro —o no—,

pero entretanto allí teníamos una fuente de ingresos, posibilitada por los últimos remanentes de su fondo

fiduciario. Al igual que la McMansión que habíamos alquilado, el bar era un símbolo recurrente de mis

recuerdos de infancia: un lugar al que solo van los adultos para hacer lo que sea que los adultos hagan. A

lo mejor por eso me mostré tan insistente en comprarlo, tras haber visto cómo me arrebataban mi modo

de ganarme la vida. Me servía como recordatorio de que, después de todo, era un adulto, un hombre, un

ser humano útil, a pesar de haber perdido el oficio que me convertía en todas aquellas cosas. No volvería

a cometer el mismo error: los otrora abundantes

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