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Libro "A ORILLAS DEL RIO PIEDRA ME SENTE Y LLORÉ"


Enviado por   •  3 de Febrero de 2014  •  8.113 Palabras (33 Páginas)  •  331 Visitas

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A ORILLAS DEL RÍO

PIEDRA

ME SENTÉ Y LLORÉ

PAULO COELHO

Un libro conmovedor y transparente que nos descubre los misterios de la vida

2

En toda historia de amor siempre hay algo que nos acerca

a la eternidad y a la esencia de la vida, porque las

historias de amor encierran en sí todos los secretos del mundo.

Pero ¿qué ocurre cuando la timidez sacrifica un amor adolescente? ¿Y qué sucede cuando, al cabo de

los años, el destino hace que una mujer reencuentre a su amado? A ella, la vida le ha enseñado a ser fuerte y

a dominar sus sentimientos. A él, que posee el don de la cu

ración, la religión le ha servido como refugio de sus

conflictos interiores. Pero a ambos les une un solo

deseo: el de cumplir sus sueños. El camino que habrán de

recorrer es escabroso, y el sentimiento de culpa un obstácu

lo casi insalvable. Pero será a orillas del río Piedra,

en un pueblecito del Pirineo, donde ambos descubrirán su propia verdad.

A orillas del río Piedra me senté y lloré es una

novela fascinante y tierna que, con una prosa poética y

transparente, nos sumerge de lleno en los misterios últimos de la vida y el amor. Como dijo Kenzaburo Oe

(premio Nobel de Literatura 1994), Paulo Coelho

conoce los secretos de la alquimia literaria.

Paulo Coelho

A orillas del río Piedra me senté y lloré

Página web del autor:

www.paulocoelho.com

Para I. C. y S. B., cuya comunicación amorosa

me hizo ver el rostro femenino de Dios;

Mónica Antunes, compañera desde la primera hora,

que con su amor y entusiasmo

esparce el fuego por el mundo;

Paulo Rocco, por la alegría de las batallas

que libramos juntos, y por la dignidad

de los combates que libramos entre nosotros;

Tanya Z., por iluminar el corazón de tu Otra Parte,

mostrando cuan generosa es la vida

si optamos por vivir Nuestro Camino;

Mathew Lore, por no haber olvidado una sabia

línea del I Ching: «La perseverancia es favorable.»

«Y la Sabiduría se ha acreditado

por todos sus hijos.»

LUCAS, 7, 35

Oh, María, concebida sin pecado,

ruega por nosotros, que a ti recurrimos, amén.

NOTA DEL AUTOR

Un misionero español visitaba una isla, cuando se

encontró con tres sacerdotes aztecas.

— ¿Cómo rezáis vosotros? —preguntó el padre.

— Sólo tenemos una oración —respondió uno de los azteca

s—. Nosotros decimos: «Dios, Tú eres tres, no-

sotros somos tres. Ten piedad de nosotros.»

— Bella oración —dijo el misionero—. Pero no es exac

tamente la plegaria que Dios escucha. Os voy a ense-

ñar una mucho mejor.

El padre les enseñó una oración católica y prosiguió su

camino de evangelización. Años más tarde, ya en el

navío que lo llevaba de regreso a España, tuvo que pasar de nuevo por la isla. Desde la cubierta, vio a los tres

sacerdotes en la playa, y los llamó por señas.

En ese momento, los tres comenzaron a caminar por el agua hacia él.

— ¡Padre! ¡Padre! —gritó uno de ellos, acercándose

al navío—. ¡Enséñanos de nuevo la oración que Dios

escucha, porque no conseguimos recordarla!

— No importa —dijo el misionero, viendo el milagro.

Y pidió perdón a Dios por no haber entendido antes que Él hablaba todas las lenguas.

Esta historia ejemplifica bien lo que quiero contar en

A orillas del río Piedra me senté y lloré.

Rara vez nos

damos cuenta de que estamos rodeados por lo Extraordi

nario. Los milagros suceden a nuestro alrededor, las

señales de Dios nos muestran el camino, los ángeles

piden ser oídos...; sin embargo, como aprendemos que

existen fórmulas y reglas para llegar hasta Dios,

no prestamos atención a nada de esto. No entendemos que Él

está donde le dejan entrar.

Las prácticas religiosas tradicionales son important

es; nos hacen participar con los demás en una experien-

cia comunitaria de adoración y de oración. Pero nunca debem

os olvidar que una experiencia espiritual es sobre

39

El padre llegó algunos minutos más tarde, también agotado por la caminata.

— ¿Ve esas montañas alrededor? —preguntó—. Ellas no re

zan; ellas ya son la oración de Dios. Son así

porque encontraron su lugar en el mundo, y en ese lugar

permanecen. Ellas estaban ahí antes de que el hom-

bre mirase el cielo, escuchase el trueno y preguntas

e quién había creado todo esto. Nacemos, sufrimos, mori-

mos, y las montañas siguen ahí.

»Llega un momento en el que necesitamos pensar si vale

la pena tanto esfuerzo. ¿Por qué no intentar ser

como esas montañas: sabias, antiguas, y en el lugar

adecuado? ¿Por qué arriesgarlo todo para transformar a

media docena de personas que luego olvidan lo que se les enseñó y parten en busca de una nueva aventura?

¿Por qué no esperar a que un determinado número de monos

hombres aprenda, y entonces, sin sufrimientos,

se divulgue el conocimiento por todas las demás islas?

— ¿Usted cree eso, padre?

El sacerdote calló unos instantes.

— ¿Me está leyendo los pensamientos?

— No. Pero si piensa eso, entonces

no habría escogido la vida religiosa.

— Muchas veces trato de entender mi destino —dijo—. Y no

lo consigo. Acepté ser parte del ejército de Dios,

y todo lo que he hecho ha sido intentar explicar a los hombres

por qué existe la miseria, el dolor, la injusticia.

Intento que sean buenos cristianos, y ellos me preguntan:

«¿Cómo puedo creer en Dios, cuando existe tanto

sufrimiento en el mundo?»

»E intento explicar lo que no tiene explicación. Int

ento explicar que existe un plano, una batalla entre ánge-

les, y que estamos todos involucrados en esa lucha.

Intento decir que, cuando un determinado número de per-

sonas tenga fe suficiente para cambiar este escenario

, todas las demás personas, en todos los lugares del

planeta, serán beneficiadas por este ca

mbio. Pero no creen en mí. No hacen nada.

— Son como las montañas —dije—. Son bellas. Qu

ien llega ante ellas no puede dejar de pensar en la gran-

deza de la Creación. Son pruebas vivas del amor que Dios siente por nosotros, pero el destino de estas mon-

tañas es apenas dar testimonio.

»No son como los ríos, que se mueven y transforman el paisaje.

— Sí. Pero ¿por qué no ser como ellas?

— Quizá porque debe de ser terrible el destino de las m

ontañas —respondí—. Están obligadas a contemplar

siempre el mismo paisaje.

El padre no dijo nada.

— Yo estaba estudiando para ser montaña —continué—. Tení

a cada cosa en su sitio. Iba a entrar en un em-

pleo público, casarme, enseñar a mis hijos la religión de mis padres, aunque ya no creyese en ella.

»Hoy estoy decidida a dejar todo eso y seguir al hom

bre que amo. Felizmente renuncié a ser montaña: no lo

podría haber soportado mucho tiempo.

— Usted dice cosas sabias.

— Estoy sorprendida de mí misma. Antes

sólo conseguía hablar de la infancia.

Me levanté y seguí bajando. El padre respetó mi sil

encio, y no intentó hablar conmigo hasta que llegamos a

la carretera.

Le agarré las manos y se las besé.

— Me voy a despedir. Pero quiero decirle que

lo entiendo, y que entiendo su amor por él.

El padre sonrió, y me echó la bendición.

— También entiendo su amor por él —dijo.

Durante el resto de aquel día caminé por el valle.

Jugué con la nieve, estuve en una población cercana a

Saint-Savin, comí un bocadillo de pâté, me quedé mirando a unos niños que jugaban al fútbol.

En la iglesia de otro pueblo, encendí una vela. Cerré los ojos y repetí las invocaciones que había aprendido

el día anterior. Después empecé a pronunciar palabras

sin sentido, mientras me concentraba en la imagen de

un crucifijo que había detrás del altar. A los pocos

instantes, el don de las lenguas se fue apoderando de mí.

Era más fácil de lo que pensaba.

Podía parecer una locura: murmurar cosas, decir palabras que nadie conoce y que no significan nada para

nuestro raciocinio. Pero el Espíritu Santo convers

aba con mi alma, diciendo cosas que ella necesitaba oír.

Cuando sentí que estaba suficientemente purificada, cerré los ojos y recé:

«Nuestra Señora, devuélvemela fe. Que yo pueda ser ta

mbién un instrumento de Tu trabajo. Dame la opor-

tunidad de aprender a través de mi amor. Por

que el amor nunca apartó a nadie de sus sueños.

»Que yo sea compañera y aliada del hombre que amo.

Que él haga todo lo que tenga que hacer... a mi lado.

»

Cuando regresé a Saint-Savin ya casi era de noche.

El coche estaba aparcado delante de la casa donde

habíamos alquilado la habitación.

— ¿Dónde estuviste? —preguntó él cuando me

vio. —Caminando y rezando —respondí.

Él me dio un fuerte abrazo.

— Por momentos tuve miedo de que te hubieses ido. Tú

eres la cosa más preciosa que tengo en esta tierra.

— Tú también —respondí.

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Paramos en un pueblo cerca de San Martín de Unx. La travesía de los Pirineos nos había llevado más tiem-

po del que pensábamos, a causa de la lluvia y la nieve del día anterior.

— Necesitamos encontrar algo abierto —dijo él, bajando del coche—. Tengo hambre.

No me moví.

— Ven —insistió, abriendo mi puerta.

— Quiero hacerte una pregunta. Una pregunta que no he hecho desde que nos encontramos.

Se puso inmediatamente serio. Me dio risa su preocupación.

— ¿Es una pregunta muy importante?

— Muy importante —respondí, tratando de parecer seria—

. La pregunta es la siguiente: ¿adónde nos dirigi-

mos?

Estallamos en una carcajada.

— A Zaragoza —respondió, aliviado.

Bajé del coche y empezamos a buscar un restaurante abierto. Sería casi imposible, a aquella hora de la no-

che.

«No, no es imposible. La Otra ya no está conmi

go. Ocurren milagros», dije para mis adentros.

— ¿Cuándo tienes que llegar a Barcelona? —pregunté.

Él no respondió, y su rostro se puso serio. «Tengo que evitar esas preguntas —pensé—. Puede parecer que

estoy tratando de controlar su vida.»

Anduvimos un rato sin conversar. En la

plaza del pueblo había un letrero encendido:

Mesón El Sol

.

— Allí está abierto. Vamos a comer —fue su único comentario.

Los pimientos del piquillo con anchoas estaban dispuesto

s en forma de estrella. Al lado, el queso manchego,

en tajadas casi transparentes.

En el centro de la mesa, una vela encendida, y una botella de vino Rioja casi por la mitad.

— Esto era una bodega medieval comentó el chico que servía.

No había casi nadie en el bar a esa hora de la noche. Él se

levantó, fue al teléfono y volvió a la mesa. Sentí

ganas de preguntarle a quién había llamado, pero esa vez logré contenerme.

— Tenemos abierto hasta las dos y media de la mañana —siguió diciendo el chico—. Pero si quieren les

puedo traer más jamón, queso y vino, y se quedan en la

plaza. El alcohol mantendrá a raya el frío.

— No vamos a tardar tanto —respondió él—. T

enemos que llegar a Zaragoza antes de que amanezca.

El chico regresó al mostrador. Volv

imos a llenar nuestros vasos. Sentía otra vez la liviandad que había senti-

do en Bilbao, la suave embriaguez del Rioja

que nos ayuda a decir y oír cosas difíciles.

— Tú estás cansado de conducir, y estamos bebi

endo —dije, después de un trago—. Es mejor quedarnos

por aquí. Vi un parador cuando caminábamos.

Él aceptó con un movimiento de cabeza.

— Mira la mesa de enfrente —fue su comentario—. Los japoneses llaman a esto

shibumi

: la verdadera sofis-

ticación de las cosas simples. Las personas se llenan de

dinero, van a lugares caros y creen que son sofistica-

das.

Bebí más vino.

El parador. Una noche más a su lado.

La virginidad que misteriosamente se había restablecido.

— Es curioso oír a un seminarista hablando de sofistic

ación —dije, tratando de concentrarme en otra cosa.

— Pues aprendí eso en el seminario. Cuanto más nos acer

camos a Dios a través de la fe, más sencillo Se

vuelve. Y cuanto más sencillo Se vuel

ve, más fuerte es Su presencia.

Su mano se deslizó por la tabla de la mesa.

— Cristo aprendió su misión mientras cortaba la madera y

hacía sillas, camas, armarios. Vino como carpinte-

ro para mostrarnos que, hagamos lo que hagamos, todo nos

puede llevar a la experiencia del amor de Dios.

Calló de repente.

— No quiero hablar de eso —dijo—. Quiero hablar de otro tipo de amor.

Sus manos tocaron mi rostro.

El vino hacía las cosas más fáciles para él. Y para mí.

— ¿Por qué te has callado de repente? ¿Por qué no quieres

hablar de Dios, de la Virgen, del mundo espiri-

tual?

— Quiero hablar de otro tipo de amor —insistió—. Aquel que comparten un hombre y una mujer, y en el que

también se manifiestan los milagros.

Le cogí las manos. Él podía conocer los misterios de la

Diosa, pero de amor sabía tanto como yo. Por mucho

que hubiese viajado.

Y tendría que pagar un precio: la iniciativa. Porque la mujer paga el precio más alto: la entrega.

Estuvimos cogidos de las manos durante un largo rato.

Leía en sus ojos los miedos ancestrales que el ver-

dadero amor coloca como pruebas a ser vencidas. Leí el

recuerdo del rechazo de la noche anterior, el largo

tiempo que pasamos separados, los años en el monas

terio en busca de un mundo donde esas cosas no ocu-

rrían.

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Leía en sus ojos los millares de veces que había im

aginado aquel momento, los escenarios que había cons-

truido a nuestro alrededor, el corte de pelo que yo debía de lle

var y el color de mi ropa. Yo quería decir «sí»,

que sería bienvenido, que mi corazón había ganado la batalla

. Quería decirle cuánto lo amaba, cuánto lo de-

seaba en aquel momento.

Pero continué en silencio. Asistí, como en un sueño, a su

lucha interior. Vi que tenía ante él mi «no», el mie-

do de perderme, las palabras duras que había oído en momentos semejantes, porque todos pasamos por eso,

y acumulamos cicatrices.

Sus ojos empezaron a brillar. Sabía que

estaba venciendo todas aquellas barreras.

Entonces solté una de sus manos, cogí un vaso y lo puse en el borde de la mesa.

— Se va a caer —dijo él.

— Exacto. Quiero que tú lo tires.

— ¿Romper un vaso?

Sí, romper un vaso. Un gesto aparentemente simp

le, pero que implicaba miedos que nunca llegaremos a en-

tender del todo. ¿Qué hay de malo en romper un vaso

barato, si todos hemos hecho eso sin querer alguna vez

en la vida?

— ¿Romper un vaso? —repitió—. ¿Por qué?

— Podría dar algunas razones —respondí—. Pero la

verdad es que es sencillamente por romperlo.

— ¿Por ti?

— Claro que no.

Él miraba el vaso en el borde de la mesa, preocupado de que fuese a caerse.

«Es un rito de pasaje, como tú mismo dices —tuve

ganas de decirle—. Es lo prohibido. Los vasos no se

rompen adrede. Cuando estamos en los restaurantes o en nuestras casas procuramos que los vasos no que-

den en el borde de la mesa. Nuestro universo exige que tengamos cuidado para que los vasos no caigan al

suelo.»

Sin embargo, seguí pensando, cuando los rompemos sin

querer, vemos que no era tan grave. El camarero

dice «no tiene importancia», y nunca en mi vida, he vi

sto que en la cuenta de un restaurante hayan incluido el

precio de un vaso roto. Romper vasos forma parte de la vida y no nos hacemos daño a nosotros ni al restau-

rante ni al prójimo.

Moví la mesa. El vaso se bamboleó, pero no cayó.

— ¡Cuidado! —dijo él, instintivamente.

— Rompe el vaso —insistí.

Rompe el vaso, pensaba para mí, porque es un gesto si

mbólico. Trata de entender que yo rompí dentro de

mí cosas mucho más importantes que un vaso, y estoy fe

liz de haberlo hecho. Mira tu propia lucha interior, y

rompe ese vaso.

Porque nuestros padres nos enseñaron a tener cuidado

con los vasos, y con los cuerpos. Nos enseñaron

que las pasiones de la infancia son imposibles, que no

debemos alejar a hombres del sacerdocio, que las per-

sonas no hacen milagros, y que nadie sale de viaje sin saber adónde va.

Rompe el vaso, por favor, y libéranos de todos esos

conceptos malditos, de esa manía de tener que explicar-

lo todo y hacer sólo aquello que los demás aprueban.

—Rompe ese vaso —pedí una vez más.

Él clavó su mirada en la mía. Después, despacio, deslizó

la mano de la mesa hasta tocar el vaso. Con un rá-

pido movimiento, lo empujó al suelo.

El ruido del vidrio roto llamó la atención de todos.

En vez de disfrazar el gesto con alguna petición de discul-

pas, él me miraba sonriendo, y

yo le devolvía la sonrisa.

— No tiene importancia —gritó el chico que atendía las mesas.

Pero él no le oyó. Se había levantado, me

había cogido por los cabellos y me besaba.

Yo también lo cogí por los cabellos, lo abracé con t

oda mi fuerza, le mordí los labios, sentí que su lengua se

movía dentro de mi boca. Era un beso que había esperado

mucho, que había nacido junto a los ríos de nuestra

infancia, cuando todavía no comprendíamos el signifi

cado del amor. Un beso que quedó suspendido en el aire

cuando crecimos, que viajó por el mundo a través

del recuerdo de una medalla, que quedó escondido detrás

de pilas de libros de estudios para un empleo público.

Un beso que se había perdido tantas veces y que ahora

había sido encontrado. En aquel minuto de beso es

taban años de búsquedas, de desilusiones, de sueños im-

posibles.

Lo besé con fuerza. Las pocas personas que había en

aquel bar debieron de mirarnos y pensar que aquello

no era más que un beso. No sabían que en ese minuto de beso

estaba el resumen de mi vida, de su vida, de la

vida de cualquier persona que espera, sueña y busca su camino bajo el sol.

En aquel minuto de beso estaban todos los momentos de alegría que habla vivido.

Me quitó la ropa y me penetró con fuerza, con miedo,

con deseo. Sentí algo de dolor, pero eso no tenía im-

portancia. Como tampoco tenía importancia mi placer

en ese momento. Le pasaba las manos por el pelo, es-

cuchaba sus gemidos, y daba las gracias a Dios porque él

estaba allí, dentro de mí, haciéndome sentir como si

fuese la primera vez.

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Nos amamos toda la noche, y el amor se mezclaba c

on el sueño y con los sueños. Lo sentía dentro de mí, y

lo abrazaba para tener la certeza de que aquello estaba ocurriendo de verdad, para no dejar que se fuese de

repente, como los caballeros andantes que algún día habí

an habitado el viejo castillo transformado en hotel.

Las silenciosas paredes de piedra parecían contar

historias de doncellas que se quedaban esperando, de lá-

grimas derramadas, y de días interminables en la v

entana, mirando el horizonte, en busca de una señal o de

una esperanza.

Pero yo nunca pasaría por eso, me prometí. No lo

perdería nunca. Él siempre estaría conmigo, porque yo

había escuchado las lenguas del Espíritu Santo, mirando

un crucifijo detrás de un altar, y esas lenguas me

habían dicho que yo no estaba cometiendo ningún pecado.

Sería su compañera, y juntos desbravaríamos el

mundo que esperaba ser creado de nuevo. Hablaríamos de

la Gran Madre, lucharíamos al lado del Arcángel Miguel,

viviríamos juntos la agonía y el éxtasis de los pione-

ros. Eso me habían dicho las lenguas, y yo había

recuperado la fe, sabía que decían la verdad.

JUEVES, 9 DE DICIEMBRE DE 1993

Me desperté con sus brazos encima de mis senos. Ya

era día claro, y sonaban las campanas de una iglesia

cercana.

Él me besó. Sus manos volvie

ron a acariciar mi cuerpo.

— Tenemos que irnos —dijo—. Han acabado los días festivos, y las carreteras deben de estar congestiona-

das.

— No quiero ir a Zaragoza —respondí—. Quiero s

eguir hasta donde vas tú. Los bancos abren dentro de po-

co, y puedo utilizar la tarjeta para sacar dinero y comprar ropa.

— Me dijiste que no tenías mucho dinero.

— Me las arreglaré. Tengo que romper sin piedad con

mi pasado. Si vuelvo a Zaragoza, puedo creer que es-

toy haciendo una locura, que falta poco para las oposic

iones, que podemos estar dos meses separados, hasta

que yo termine los exámenes.

»Y si paso por allí, no querré salir de Zaragoza. No

, no puedo volver. Necesito destruir los puentes que me

ligan con la mujer que fui.

— Barcelona —dijo él para sí.

— ¿Qué?

— Nada. Seguiremos viajando.

— Pero tienes una charla.

— Todavía faltan dos días —respondió él. Su voz sonaba extraña

— Vamos a otro lugar. No quiero ir directamente a Barcelona.

Me levanté. No quería pensar en problemas; quizá

había despertado como siempre se despierta después de

la primera noche de amor con alguien:

con cierta cortedad y vergüenza.

Fui hasta la ventana, abrí un poco la cortina y miré hac

ia la callejuela que teníamos delante. Los balcones de

las casas tenían ropa tendida a secar.

Las campanas tocaban allá fuera.

— Tengo una idea —dije—. Vamos a un sitio donde ya estuvimos cuando éramos niños. Nunca he vuelto

allí.

— ¿Adónde?

— Vamos al monasterio de Piedra.

Cuando salimos del hotel, las campanas seguían sonando, y él sugirió que entrásemos un rato en la iglesia.

— No hemos hecho otra cosa —respondí

—. Iglesias, oraciones, rituales.

— Hicimos el amor —dijo él—. Nos emborrachamos

tres veces. Caminamos por las montañas. Hemos equi-

librado bien el Rigor y la Misericordia.

Yo había dicho una tontería. Necesitaba acostumbrarme a la nueva vida.

— Perdóname —dije.

— Entramos sólo un rato. Estas campanadas son una señal.

Él tenía toda la razón, pero yo no me daría cuenta hasta

el día siguiente. Sin entender la oculta señal, subi-

mos al coche y viajamos durante cuatro

horas hasta el monasterio de Piedra.

El techo se había desmoronado, y a las pocas imágenes

que todavía existían les fa

ltaba la cabeza, excepto

a una.

Miré alrededor. En el pasado, aquel sitio debía de haber albergado a hombres de voluntad fuerte, que vigila-

ban para que cada piedra estuviese limpia, y para

que cada banco estuviese ocupado por uno de los podero-

sos de la época.

Pero todo lo que veía ahora allí delante eran ruinas.

Las ruinas que, en la infancia, se habían transformado

en castillos donde jugábamos juntos, y en los cuales yo buscaba a mi príncipe encantado.

Durante siglos, los monjes del monasterio de

Piedra habían guardado para sí aquel pedazo de paraíso. Si-

tuado en lo hondo de una depresión geográfica, tenía gratis lo que los pueblos vecinos debían mendigar: agua.

Allí el río Piedra se dividía en decenas de cascadas

, riachuelos, lagos, haciendo que a su alrededor se des-

arrollase una vegetación exuberante.

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Sin embargo bastaba caminar unos cientos de metros y

salir del cañón: alrededor todo era aridez y desola-

ción. El propio río, cuando terminaba de atravesar

la depresión geográfica, se transformaba de nuevo en un

pequeño hilo de agua, como si en aquel lugar hubi

ese gastado toda su juventud y energía.

Los monjes sabían eso, y el agua que suministraban a

los vecinos costaba cara. Una infinidad de luchas en-

tre los sacerdotes y los pueblos marcó la historia del monasterio.

Finalmente, en una de las muchas guerras que sacudier

on España, el monasterio de Piedra fue transforma-

do en cuartel. Los caballos se paseaban por la nave central de la iglesia, los soldados acampaban entre sus

bancos, contaban historias pornográficas y hacían el

amor con las mujeres de los pueblos vecinos.

La venganza —aunque tardía— había llegado. El monasterio fue saqueado y destruido.

Los monjes no consiguieron nunca más reabrir aquel par

aíso. En una de las muchas batallas jurídicas que

siguieron, alguien dijo que los habitantes de los puebl

os vecinos habían ejecutado una sentencia de Dios:

«Dad de beber al sediento», y los curas prestaron oídos so

rdos a esas palabras. Por ese motivo, Dios expulsó

a quienes se consideraban dueños de la naturaleza.

Y quizá por eso, aunque gran parte del convento había si

do reconstruida y transformada en hotel, la iglesia

principal continuaba todavía en ruinas. Los descendient

es de los pueblos vecinos seguían recordando el alto

precio que sus padres habían tenido que pagar...

por algo que la naturaleza daba gratis.

— ¿De quién es la única imagen con cabeza? —pregunté.

— De santa Teresa de Ávila —respondió él—. Ella

tiene poder. Y a pesar de toda la sed de venganza que

traen las guerras, nadie osó tocarla.

Me cogió de la mano y salimos. Paseamos por los gigant

escos pasillos del convento, subimos por las largas

escaleras de madera y vimos las mariposas en los jardi

nes interiores del claustro. Yo me acordaba de cada

detalle de aquel monasterio, porque había estado allí en

la infancia, y los recuerdos antiguos parecen más

vivos que los recientes.

La memoria. El mes anterior y los días anteriores

a aquella semana parecían pertenecer a otra encarnación

mía. Una época a la que no quería volver nunca más,

porque sus horas no habían sido tocadas por la mano

del amor. Me sentía como si hubiese vivido el

mismo día durante años seguidos, despertando de la misma

manera, repitiendo las mismas cosas y teniendo siempre los mismos sueños.

Me acordé de mis padres, de los padres de mis padres,

y de muchos amigos míos. Me acordé de todo el

tiempo que había pasado luchando para conseguir una cosa que no quería.

¿Por qué había hecho eso? No lograba encontrar una ex

plicación. Quizá porque había tenido pereza para

pensar en otros caminos. Quizá por miedo a lo

que pudiesen pensar los demás. Quizá porque daba mucho

trabajo ser diferente. Quizá porque el ser humano es

tá condenado a repetir los pasos de la generación ante-

rior, hasta que —y me acordé del padre superior—

un determinado número de personas empieza a comportar-

se de otra manera.

Entonces el mundo cambia, y nosotros cambiamos con él.

Pero yo ya no quería ser así. El destino me había dev

uelto lo que era mío, y ahora me daba la posibilidad de

transformarme, y de ayudar a transformar el mundo.

Pensé de nuevo en las montañas y en los alpini

stas que habíamos encontrado cuando paseábamos. Eran

jóvenes, llevaban ropas coloridas para llamar la atención

en caso de perderse en la nieve y conocían el verda-

dero camino hasta las cumbres.

Las pendientes ya tenían grapas de aluminio clavadas

: todo lo que necesitaban hacer era usar ganchos para

pasar sus cuerdas y subir con seguridad. Estaban allí par

a una aventura de día festivo,

y el lunes regresarían a

sus trabajos con la sensación de haber des

afiado a la naturaleza, y vencido.

Pero no se trataba de eso. Aventureros habían sido lo

s primeros, los que habían decidido descubrir los ca-

minos. Algunos ni siquiera habían llegado a la mitad, pues

habían caído en las grietas de la roca. Otros habían

perdido los dedos, gangrenados a causa del frío. A muchos

no se les había visto nunca más. Pero un día al-

guien llegó a lo alto de aquellos picos.

Y sus ojos fueron los primeros en ver aquel paisaje, y

su corazón latió con alegría. Había aceptado los ries-

gos, y ahora honraba —con su conquista —a todos los que habían muerto en el intento.

Es posible que las personas allá abajo pensasen: «No

hay nada en la cima, sólo un paisaje. ¿Qué atractivo

puede tener?».

Pero el primer alpinista sabía cuál era ese atract

ivo: aceptar los desafíos y seguir adelante. Saber que ningún

día era igual a otro, y que cada mañana tenía su milagro especial, su momento mágico, en el que se destruían

viejos universos y se creaban nuevas estrellas.

El primer hombre que subió a aquellas montañas debió de

hacerse la misma pregunta al mirar las casitas

que se veían en el fondo, con las chimeneas humeando: «Sus días parecen siempre iguales. ¿Qué atractivo

tiene esto?»

Ahora las montañas ya estaban conquistadas, los as

tronautas ya habían caminado por el espacio, ya no

quedaba ninguna isla en la Tierra —por pequeña que fuera— que pudiese ser descubierta. Pero sobraban las

grandes aventuras del espíritu, y en ese

momento me estaban ofreciendo una de ellas.

Era una bendición. El padre superior no ent

endía nada. Esos dolores no hieren.

44

Bienaventurados los que pueden dar los primeros pasos. Un día la gente sabría que el hombre puede hablar

la lengua de los ángeles, que todos tenemos los dones del

Espíritu Santo y que podemos hacer milagros, cu-

rar, profetizar, entender.

Pasamos la tarde caminando por el cañón, recordando los tiempos de la infancia. Era la primera vez que él

hacía eso; en nuestro viaje a Bilbao, había tenido

la sensación de que ya no le interesaba Soria.

Sin embargo, ahora me pedía detalles de cada uno de nuestr

os amigos; quería saber si eran felices, y qué

hacían en la vida.

Llegamos finalmente a la cascada más grande del

Piedra, que reúne las aguas de pequeños riachuelos dis-

persos y las arroja desde una altura de casi treinta metros. Nos quedamos en el borde, escuchando el ruido

ensordecedor, contemplando un arco iris en la

neblina que formaban las grandes cascadas de agua.

— La Cola de Caballo —dije, sorprendida de saber todavía un nombre que había escuchado hacía tanto

tiempo.

— Me estoy acordando... —empezó a decir.

— ¡Sí! ¡Sé lo que vas a decir!

¡Claro que lo sabía! La caída de agua ocultaba una gigantesca gruta. De niños, al volver de nuestra primera

excursión al monasterio de Piedra, estuvimos c

onversando sobre aquel sitio durante días seguidos.

— La caverna —concluyó— ¡Vamos allí!

Resultaba imposible pasar por debajo del torrente de

agua que caía. Los antiguos monjes construyeron un

túnel que empieza en el punto más alto de la cascada y desciende por dentro de la tierra hasta la parte de

atrás de la gruta.

No fue difícil encontrar la entrada. Durante el verano

quizá hubiese luces para señalar el camino, pero en ese

momento éramos las únicas personas que había allí,

y el túnel estaba completamente a oscuras.

— ¿Entramos de todos modos? —pregunté.

— Claro. Confía en mí.

Comenzamos a bajar por el agujero al lado de la

cascada. Aunque nos cercase la oscuridad, sabíamos

adónde íbamos, y él me había pedido que confiara en él.

«Gracias, Señor —pensaba, mientras nos internábamos

en las entrañas de la tierra—. Porque era una oveja

perdida, y Tú me trajiste de vuelta. Porque mi vida est

aba muerta, y Tú la resucitaste. Porque el amor ya no

habitaba mi corazón, y Tú me devolviste esa gracia.»

Me apoyaba en su hombro. Mi amado guiaba mis pasos

por caminos de tinieblas, sabiendo que volveríamos

a encontrar la luz y que nos alegraría. Podía ocurrir

que, en nuestro futuro, hubiese momentos en los que se

invirtiese esa situación; entonces yo lo guiaría con el

mismo amor y la misma seguridad, hasta llegar a un lugar

seguro donde pudiésemos descansar juntos.

Andábamos despacio, y el descenso parecía no terminar nunca. Tal vez fuese ése un nuevo rito de pasaje,

el final de una época en la que no brillaba ninguna luz en mi vida. A medida que avanzaba por aquel túnel,

recordaba el tiempo que había perdido en el mismo lugar, tratando de echar raíces en un suelo donde nada

crecía.

Pero Dios era bueno, y me había devuelto el entusia

smo perdido, las aventuras que había soñado, el hombre

que —sin querer— había esperado durante toda mi vida. No

sentía ningún remordimiento por el hecho de que

él dejase el seminario; porque había muchas maneras de

servir a Dios, como había dicho el padre, y nuestro

amor multiplicaría esas maneras. A

partir de ahora, también yo tenía la

oportunidad de servir y ayudar..., todo

a causa de él.

Saldríamos por el mundo, él confort

ando a los demás, yo confortándolo a él.

«Gracias, Señor, por ayudarme a servir. Enséñame a se

r digna de eso. Dame fuerzas para participar en su

misión, caminar con él por la Tierra, desarrollar de nuev

o mi vida espiritual. Que todos nuestros días sean co-

mo lo fueron éstos: de lugar en lugar, curando a los enfermos, confortando a los tristes, hablando del amor que

la Gran Madre tiene por todos nosotros.»

De repente volvió el ruido del agua, la luz inundó nues

tro camino y el túnel negro se transformó en uno de los

más bellos espectáculos de la Tierra. Estábamos dentro de una inmensa caverna, del tamaño de una catedral.

Tres paredes eran de piedra; la cuarta pared era la

Cola de Caballo, con el agua que descendía cayendo en el

lago verde esmeralda a nuestros pies.

Los rayos del sol poniente atravesaban la cascada, y las paredes mojadas brillaban.

Nos quedamos recostados en la piedra, sin decir nada.

Antes, cuando éramos niños, este sitio era un esc

ondrijo de piratas, que guardaba los tesoros de nuestras

fantasías infantiles. Ahora era el milagro de la Madre Ti

erra; yo me sentía en su vientre, sabía que Ella estaba

allí, protegiéndonos con sus paredes de piedra y

lavando nuestros pecados con su pared de agua.

— Gracias —dije en voz alta.

— ¿A quién das las gracias?

— A Ella. Y a ti, que fuiste un instru

mento para que yo recuperase mi fe.

Él se acercó al borde del lago subterráneo. Contempló las aguas y sonrió.

— Ven aquí —pidió.

45

Yo me acerqué.

— Tengo que contarte algo que todavía no sabes ——dijo.

Esas palabras me preocuparon. Pero su

mirada era tranquila, y me tranquilicé.

— Todas las personas sobre la faz de la Tierra ti

enen un don —dijo—. En algunas ese don se manifiesta es-

pontáneamente; otras necesitan trabajar

para encontrarlo. Yo trabajé mi don durante los cuatro años que pasé

en el seminario.

Ahora yo tenía que «representar», para utilizar un

término que él me había enseñado cuando el viejo nos ne-

gó la entrada en la iglesia.

Tenía que fingir que no sabía nada.

«No está equivocado —pensé—. No es un guión de frustración, sino de alegría. »

— ¿Qué se hace en el seminario? —pregunté, tratando de ganar tiempo para desempeñar mejor el papel.

— No viene al caso —dijo—. El hecho es que desarro

llé un don. Soy capaz de curar, cuando Dios así lo

desea.

— Qué bien —respondí, tratando de mostrar sorpresa—. ¡No gastaremos dinero en médicos!

Él no se rió. Y yo me sentí como una idiota.

— Desarrollé mis dones mediante las prácticas carismát

icas que tú viste —prosiguió—. Al principio me que-

daba perplejo; oraba, pedía la presencia del Espíritu S

anto, imponía mis manos y devolvía la salud a muchos

enfermos. Mi fama empezó a extenderse, y todos los dí

as se formaba una cola en la puerta del seminario, es-

perando mi auxilio. En cada herida infectada y maloliente yo veía las llagas de Jesús.

— Estoy orgullosa de ti —dije.

— Mucha gente en el monasterio se oponía,

pero mi superior me dio todo su apoyo.

— Continuaremos ese trabajo. Seguiremos juntos por el

mundo. Yo limpiaré las heridas, tú las bendecirás y

Dios manifestará sus milagros.

Él desvió la mirada, y la clavó en el lago. Parecía

haber una presencia en aquella caverna, algo parecido a lo

de la noche en que nos habíamos emborrachado junto a la fuente de Saint-Savin.

— Ya te lo conté, pero te lo voy a repetir —conti

nuó—. Cierta noche, me desperté con la habitación toda ilu-

minada. Vi el rostro de la Gran Madre, y su mir

ada de amor. A partir de ese día empecé a verla de vez en

cuando. No era algo que pudiera provocar

, pero de vez en cuando Ella aparecía.

»A esas alturas, yo ya estaba al tanto del trabajo

de los grandes revolucionarios de la Iglesia. Sabía que mi

misión en la Tierra, además de curar, era preparar el

camino para que Dios Mujer fuese de nuevo aceptado. El

principio femenino, la columna de la Misericordia, volver

ía a levantarse, y el Templo de la Sabiduría sería re-

construido en el corazón de los hombres.

Yo lo miraba. Su expresión, que antes era tensa, volvió a quedar tranquila.

— Esto tenía un precio, que

yo estaba dispuesto a pagar.

Calló, sin saber cómo continuar la historia.

— ¿Qué quieres decir con «estaba»? —pregunté.

— El camino de la Diosa podría ser abierto sólo con

palabras y milagros. Pero el mundo no funciona así. Va

a ser más duro; lágrimas, incomprensión, sufrimiento.

«Aquel padre —pensé para mí—. Trató de meter el miedo

en su corazón. Pero yo seré su consuelo.»

— El camino no es de dolor, sino de gloria de servir —respondí.

— La mayoría de los seres humanos todavía desconfían del amor.

Sentí que quería decirme algo, y no

lo lograba. Quizá pudiese ayudarlo.

— Yo estaba pensando en eso —interrumpí—. En el primer hombre que escaló el pico más alto de los Piri-

neos y descubrió que la vida sin aventura no tenía gracia.

— ¿Qué entiendes tú de gracia? —preguntó, y vi que

había vuelto a ponerse tenso—. Uno de los nombres

de la Gran Madre es Nuestra Señora de las Gracia

s, y sus manos generosas derraman bendiciones sobre

todas las personas que saben recibirlas.

»Nunca podemos juzgar la vida de los demás, porque c

ada uno sabe de su propio dolor y de su propia re-

nuncia. Una cosa es suponer que uno está en el camino ci

erto; otra es suponer que ese camino es el único.

»Jesús dijo: la casa de mi padre tiene muchas moradas

. El don es una gracia. Pero también es una gracia

llevar una vida de dignidad, de amor al prójimo y de trabajo. María tuvo un esposo en la Tierra que trató de

demostrar el valor del trabajo anónimo. Aunque sin aparec

er mucho, fue él quien proveyó techo y alimento

para que su mujer y su hijo pudiesen hacer todo lo que hi

cieron. Su trabajo tiene tanta importancia como el

trabajo de ellos, aunque casi no se dé valor a eso.

Yo no dije nada. Él me cogió la mano.

— Perdóname la intolerancia.

Le besé la mano y la apoyé contra mi rostro.

— Es esto lo que te quiero explicar —dijo, sonriendo de nuevo—. Que desde el momento en que te reencon-

tré, supe que no podía hacerte sufrir con mi misión.

Empecé a inquietarme.

— Ayer te mentí. Fue la primera y la última mentira

que te conté —prosiguió—. En realidad, en vez de ir al

seminario, fui a la montaña y conversé con la Gran Madre.

46

»Le dije que, si ella quería, me apartaría de ti y seguirí

a mi camino. Seguiría con la puerta llena de enfermos,

con los viajes en medio de la noche, con la incomprens

ión de los que quieren negar la fe, con la mirada cínica

de los que desconfían de que el amor salva. Si Ella me

lo pidiese, renunciaría a la cosa que más quiero en el

mundo: tú.

Volví a acordarme del padre. Él tenía razón.

Aquella mañana se estaba planteando una elección.

— Entretanto —continuó—, si fuese posible apartar este

cáliz de mi vida, yo prometía servir al mundo me-

diante mi amor por ti.

— ¿Qué estás diciendo? —pregunté, asustada.

Él pareció no oírme.

— No es necesario quitar las montañas de los lugares

para probar la fe —dijo—. Yo estaba preparado para

encarar solo el sufrimiento, pero no para dividirlo.

Si continuara por ese camino, jamás tendríamos una casa

con cortinas blancas y un paisaje de montañas.

— ¡No quiero saber nada de esa casa! ¡No quise entra

r en ella! —dije, tratando de contenerme para no gri-

tar—. Quiero acompañarte, estar contigo en tu lucha,

formar parte de los que se aventuran primero. ¿Es que

no entiendes? ¡Tú me devolviste la fe!

El sol había cambiado de posición, y sus rayos inundaban ahora las paredes de la caverna. Pero toda aque-

lla belleza empezaba a perder su significado.

Dios escondió el infierno en medio del paraíso.

— Tú no sabes —dijo él, vi que sus ojos implor

aban que lo comprendiese—. Tú no sabes el riesgo.

— ¡Pero eras feliz con ese riesgo!

— Soy feliz con él. Pero es

mi

riesgo.

Quise interrumpirlo, pero no me oía.

— Entonces, ayer, le pedí un milagro a la Vi

rgen —continuó—. Le pedí que me retirase el don.

Yo no podía creer lo que estaba oyendo

— Tengo un poco de dinero, y toda la experiencia que me han dado los años de viajes. Compraremos una

casa, buscaré un empleo y serviré a Dios como hizo san José, con la humildad de una persona anónima. Ya

no necesito milagros para mantener

viva mi fe. Te necesito a ti.

Las piernas empezaron a aflojárseme,

como si fuera a desmayarme.

— Y en el momento en que le pedí a la Virgen que me retirara el don, empecé a hablar las lenguas —

prosiguió—. Las lenguas me decían lo siguiente: «Coloca

las manos en la tierra. Tu don saldrá de ti, y regresa-

rá al seno de la Madre.»

Yo tenía pánico.

— Tú no...

— Sí. Hice lo que la inspiración del Espíritu Santo

mandaba. La neblina empezó a disolverse, y el sol volvió a

brillar entre las montañas. Sentí que la Virgen

me entendía, porque Ella también amó mucho.

— ¡Pero ella siguió a su hombre! ¡Y aceptó los pasos del hijo!

— No tenemos la fuerza de Ella, Pilar. Mi

don irá a otra persona, pues nunca se desperdicia.

»Ayer, en aquel bar, telefoneé a Barcelona y cancelé la

conferencia. Vamos a Zaragoz

a; tú conoces gente, y

podemos empezar por allí. Luego buscaré un empleo.

Yo ya no podía pensar.

— ¡Pilar! —dijo él.

Pero yo ya caminaba de vuelta hacia el túnel, sin la

guía de ningún hombro amigo, seguida por la multitud de

enfermos que iban a morir, por las familias que iban a sufrir, por los milagros que no serían hechos, por las

risas que no adornarían el mundo, por las mont

añas que quedarían siempre en el mismo lugar.

Yo no veía nada, apenas la oscuridad casi física que me cercaba.

VIERNES, 10 DE DICIEMBRE DE 1993

A orillas del río Piedra me senté y lloré. Los recuer

dos de aquella noche son confusos y vagos. Sólo sé que

estuve cerca de la muerte, pero no recuerdo

cómo es su rostro, ni adónde me llevaba.

Me gustaría recordarla, para poder también expulsarla de mi corazón. Pero no puedo. Todo parece un sue-

ño, desde el momento en que salí de aquel túnel o

scuro y encontré un mundo donde también había descendi-

do ya la noche.

En el cielo no brillaba ninguna estrella. Recuerdo v

agamente haber caminado hasta el coche, sacado la pe-

queña bolsa que llevaba conmigo y comenzado a andar sin rumbo. Debo de haber caminado hasta la carrete-

ra, y tratado de hacer autostop para regresar a Zar

agoza..., sin haberlo conseguido. Terminé volviendo a los

jardines del monasterio.

El ruido del agua era omnipresente: las cascadas estaban

en todos los rincones, y yo veía la presencia de la

Gran Madre persiguiéndome a dondequiera que fuese. Sí,

Ella había amado el mundo; había amado el mundo

tanto como Dios, porque también había dado a su hijo para que fuera sacrificado por los hombres. Pero ¿en-

tendería el amor de una mujer por un hombre?

Ella puede haber sufrido por amor, pero era un amor difer

ente. Su gran Novio lo sabía todo, hacía milagros.

Su novio en la Tierra era un trabajador humilde, que cr

eía todo lo que sus sueños le contaban. Ella nunca supo

47

lo que era abandonar o ser abandonada por un hombre. Cuando José pensó en expulsarla de la casa porque

estaba embarazada, el Novio de los cielos le

envió un ángel para impedir que eso sucediese.

Su hijo la dejó. Pero los hijos siempre dejan a los padres

. Es fácil sufrir por amor al prójimo, por amor al

mundo o por amor al hijo. Ese sufrimiento da la sens

ación de que todo eso es parte de la vida, de que es un

dolor noble y grandioso. Es fácil sufrir por amor a

una causa, o a una misión: eso sólo engrandece el corazón

del que sufre.

Pero ¿cómo explicar el sufrimiento por un hombre? Es

imposible. Entonces, la gente se siente en el infierno,

porque no existe nobleza ni grandeza, apenas miseria.

Esa noche me acosté en el suelo helado, y en seguida

el frío me anestesió. En ocasiones pensé que podía

morir si no conseguía un abrigo, pero ¿qué más daba? T

odo lo más importante en mi vida me lo habían dado

generosamente en una semana, y me lo habían quitado en un minuto, sin que tuviese tiempo de decir nada.

Mi cuerpo empezó a temblar de frío. En algún mom

ento se detendría, porque habría gastado todas sus ener-

gías tratando de calentarse, y ya no podría hacer nada. En

tonces, el cuerpo volvería a su tranquilidad habitual,

y la muerte me acogería en sus brazos.

Temblé más de una hora. Y la paz llegó.

Antes de cerrar los ojos, empecé a oír la voz de mi

madre. Me contaba una historia que ya me había contado

cuando era niña, sin sospechar que se refería a mí.

«Un muchacho y una muchacha se enamoraron locamente decía la voz de mi madre, en aquella mezcla de

sueño y delirio—. Y decidieron casarse.

Los novios siempre se hacen regalos.

»El muchacho era pobre: su único bien consis

tía en un reloj que había heredado del abuelo. Pensando en

los bellos cabellos de la amada, decidió vender el reloj para comprar un bonito prendedor de plata.

»La muchacha tampoco tenía dinero para el regalo de bodas

. Entonces, fue hasta la tienda del principal co-

merciante del lugar y vendió sus cabellos. Con el di

nero, compró una cadena de oro para el reloj de su amado.

»Cuando se encontraron, el día de la fiesta del casa

miento, ella le dio a él una cadena para un reloj que

había sido vendido, y él le dio a ella un prendedor para unos cabellos que ya no existían.»

Al despertar me estaba sacudiendo un hombre.

— ¡Beba! —decía—. ¡Beba rápido!

No sabía qué pasaba, ni tenía fuerzas para resistir. Él

me abrió la boca, y me obligó a tomar un líquido que

me quemaba por dentro. Vi que estaba en mangas de camisa, y que yo tenía puesto su abrigo.

— ¡Beba más! —insistía.

Yo no sabía qué pasaba; pero obedecí. Después volví a cerrar los ojos.

Volví a despertar en el convento. Una mujer me estaba mirando.

— La señora casi se ha muerto —dijo—. Si no fuera

por el vigía del monasterio, ya no estaría aquí.

Me levanté con torpeza, sin saber bien qué hacía. Parte

del día anterior me volvió a la memoria, y deseé que

el vigía no hubiese pasado nunca por allí.

Pero ahora el verdadero tiempo de la muerte había pasado. Yo seguiría viviendo.

La mujer me llevó hasta la cocina, y me dio café, bi

zcochos y pan con aceite. No hizo preguntas, y yo tampo-

co expliqué nada. Cuando terminé de comer, me devolvió la bolsa.

— Fíjese si está todo ahí ——dijo.

— Debe de estar. No tenía nada.

— Tiene su vida, hija mía. Una vida larga. Cuídela mejor.

— Hay una ciudad cerca de aquí que tiene una iglesia —dije, con ganas de llorar—. Ayer, antes de venir pa-

ra aquí, entré en esa iglesia con...

Y no sabía cómo explicarlo.

— ... con un amigo de la infancia. Ya estaba harta

de andar visitando iglesias pero tocaban las campanas, y

él dijo que era una señal, que necesitábamos entrar.

La mujer me llenó la taza, se sirvió un poco de café y se sentó a escuchar mi historia.

— Entramos en la iglesia —continué—. No había nadie,

estaba oscuro. Estuve tratando de descubrir alguna

señal, pero sólo veía los altares y los santos de siem

pre. De repente oímos que algo se movía en la parte su-

perior, donde está el órgano.

»Era un grupo de muchachos con violines, que en seguida empezaron a afinar los instrumentos. Decidimos

sentarnos a escuchar un poco de música antes de salir de viaje.

Poco después, entró un hombre y se sentó a nuestro lado.

Estaba alegre, y les gritaba a los chicos que toca-

sen un pasodoble.

— ¡Música de corridas de toros! —dijo la mujer—. Espero que no hicieran eso.

— No lo hicieron. Pero se rieron y tocaron una canción

flamenca. Yo y mi amigo nos sentíamos como si el

cielo hubiera descendido sobre nosotros; la iglesia, la oscuridad acogedora, el sonido de los violines y la ale-

gría del hombre que estaba a nuestro lado: todo aquello era un milagro.

»Poco a poco la iglesia se fue llenando. Los chicos

seguían tocando música flamenca, y los que entraban

sonreían, y se dejaban contagiar por la alegría de los músicos.

48

»Mi amigo me preguntó si quería asistir a la misa que

estaba a punto de comenzar. Yo dije que no: teníamos

por delante un largo viaje. Resolvimos salir, pero antes

dimos las gracias a Dios por aquel agradable momento

en nuestras vidas.

»Cuando llegamos a la puerta descubrimos que muchas

personas, muchas de verdad, quizá todos los habi-

tantes de aquella pequeña ciudad, se dirigían a la iglesi

a. Pensé que debía de ser el último pueblo totalmente

católico de España. Quizá porque las misas eran muy animadas.

»Al subir al coche, vimos que se acercaba un cortejo.

Traían un féretro. Alguien había muerto, y aquélla era

una misa de cuerpo presente. Al llegar el cortejo a la puer

ta de la iglesia, los músicos interrumpieron las can-

ciones flamencas y empezaron a tocar un réquiem.

— Que Dios tenga piedad de esa alma —dijo la

mujer, haciendo la señal de la cruz.

— Que tenga piedad —dije, repitiendo el gesto de la mujer—. Pero entrar en aquella iglesia fue una señal.

De que la tristeza está siempre

esperando al final de la historia.

La mujer me miró y no dijo nada. Entonces salió, y vo

lvió en seguida con varias hojas de papel y una estilo-

gráfica.

— Vamos afuera —dijo.

Salimos juntas. Estaba amaneciendo.

— Respire hondo —pidió—. Deje que esta nueva mañana entre en sus pulmones y corra por sus venas. Por

lo visto, no es casual que la señora se perdiera ayer.

Yo no dije nada.

— La señora tampoco entendió la historia que me acaba de

contar, sobre la señal de la iglesia —prosiguió—.

Sólo vio la tristeza del fin. Olvidó los momentos

alegres que pasó allí dentro. Olvidó la sensación de que los

cielos habían descendido, y de lo bueno que era estar viviendo aquello en compañía de su...

Se interrumpió, sonriendo.

— ... amigo de la infancia —agregó, guiñando el ojo—. Jesús dijo: «Dejad que los muertos entierren a los

muertos». Porque él sabe que la muerte no existe. La vi

da ya existía antes de que naciéramos, y seguirá exis-

tiendo después de que dejemos este mundo.

Se me llenaron de lágrimas los ojos.

— Lo mismo ocurre con el amor —continuó—. Ya

existía antes, y seguirá existiendo para siempre.

— Parece que conoce usted mi vida —dije.

— Todas las historias de amor tienen mucho en común. Yo también pasé por esto en algún momento de mi

vida. Pero no me acuerdo. Sé que el amor volvió,

bajo la forma de un nuevo hombre, de nuevas esperanzas de

nuevos sueños.

Me ofreció las hojas de papel y la estilográfica.

— Escriba todo lo que está sintiendo. Saque las cosas

del alma, póngalas en el papel y después tírelo. Dice

la leyenda que el río Piedra es tan frío que todo lo que c

ae en él, hojas, insectos, plumas de ave, se transforma

en piedra. ¿Acaso no sería buena idea que dejase sus sufrimientos en esas aguas?

Cogí los papeles, ella me dio un beso y me dijo que podía volver para el almuerzo, si quería.

— No se olvide de una cosa —gritó, cuando me iba—. El amor permanece. ¡Son los hombres los que cam-

bian!

Me reí, y ella me volvió a saludar con la mano.

Estuve mirando el río durante mucho tiempo. Ll

oré hasta sentir que no me quedaban más lágrimas.

Entonces empecé a escribir.

EPÍLOGO

Escribí durante un día, y otro, y otro más. Todas las m

añanas iba a la orilla del río Piedra. Siempre, al atar-

decer, la mujer se acercaba, me cogía del braz

o y me llevaba a su habitación del antiguo convento.

Lavaba mis ropas, preparaba la cena, charlaba de cosa

s sin importancia y me metía en la cama.

Cierta mañana, cuando ya estaba llegando al final del manuscr

ito, oí el ruido de un coche. El corazón me sal-

tó en el pecho, pero no quería creer lo que me decía. Ya

me sentía libre de todo, y estaba preparada para vol-

ver al mundo y formar parte de él.

Lo más difícil ya había pasado, aunque quedase la nostalgia.

Pero mi corazón no se equivocaba. Sin levantar los oj

os del manuscrito, sentí su presencia y el sonido de

sus pasos.

— Pilar —dijo, sentándose a mi lado.

Yo no respondí. Seguí escribiendo, pero ya no podía c

oordinar los pensamientos. Mi corazón daba brincos,

tratando de liberarse de mi pecho y correr al encuentro de él. Pero yo no le dejaba.

Él se quedó allí sentado, mirando el río, mientras yo

escribía sin parar. Pasamos así toda la mañana —sin

decir una palabra, y me acordé del silencio de una

noche, junto a una fuente,

donde de repente entendí que lo

amaba.

Cuando mi mano no aguantó más del cansancio, me

detuve un poco. Entonces él habló.

...

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