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Alfonso Reyes


Enviado por   •  7 de Octubre de 2012  •  1.331 Palabras (6 Páginas)  •  1.516 Visitas

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Alfonso Reyes

Memorias de cocina y bodega

DESCANSO XIII

Seguramente que la cocina es una de las cosas más características de nuestra tierra, junto con la arquitectura colonial, la pintura, la alfarería y las pequeñas industrias del cuero, de la pluma, de la palma, de la plata y del oro. El guiso mexicano y la jícara pintada con tintes disueltos en aceite de chía obedecen a un mismo sentimiento del arte. Y se me ocurre que la manera de picar la almendra o triturar el maíz tiene mucho que ver con la tendencia a despedazar o «miniaturizar» los significados de las palabras mediante el uso frecuente del diminutivo.

Esta tendencia al diminutivo va de lo sublime a lo ramplón, manteniéndose generalmente en el nivel medio de la cortesía; y lo mismo puede ella apreciarse en el habla popular de los mexicanos que en la poesía superior: «Un poquito de ensueño te guiará en cada abismo… Vengo chinita de frío… Soy cosa tan pequeñita…» decía Nervo.

Hay en esto su semilla andaluza. Hace años, yo sentía el calosfrío mexicano oyendo cantar a la gitana Pastora Imperio: «¡Y es lo uniquito que siento!», o a Dora la Cordobesita: «S’a riaíto Triana», es decir: Triana se ha riadito, se ha riado, se ha inundado con el río. Diminutivos extravagantes que hacen recordar aquel atroz gerundio en diminutivo que, por respeto al juez, usó el indio jornalero para explicar lo que estaba haciendo la adúltera. Y de igual modo, entre cariñoso y cruel, apretaban la lengua los campesinos de mis montañas natales cuando, viéndome errar el tiro, me consolaban con esta palabra microscópica: «¡Ya meritito le daba!»

Nosotros creemos que esta cosquilla sensual del diminutivo es una emanación asiática, que nos llega del Pacífico entre los demás primores chinescos traídos por la Nao de Oriente hasta el puerto de Acapulco, durante aquellos tres siglos densos del virreinato que fueron fraguando, sordamente, el metal del pueblo mexicano.

Esta puntita de puñal del diminutivo conviene al pueblo que, en un alarde del tacto, viste pulgas y hace con ellas un cortejo de novios; al pueblo que parte en dos algunos cabellos a lo largo de su temblorosa historia; al que sabe, cuando es preciso, hacer rendir —en las fatigosas jornadas del combate— toda su energía a la molécula de maíz o a la gota de agua, aprovechando hasta el fondo su virtud nutritiva, en menos que milimétrica perfección. No hay que asombrarse: tal es el milagro de la Hostia Santa, juntar en leve pretexto de materia todo el poder de Dios.

La técnica de lo pequeño, aplicada a las artes del paladar, nos llevaría a hablar del «pinole», último residuo de la trituración de cereales: maíz «cacahuacintle» o maíz esponjado que se ha tostado previamente, molido al «metate» con canela y con «piloncillo», que es el azúcar negro, anterior a la refinación; hay quien añade cáscara de naranja seca y molida. Esta golosina se encuentra ya por los límites de la materia, a punto de confundirse con el vaho. El solo aliento basta para absorberla o repelerla, y por eso dice nuestro refrán:«No se puede chiflar y comer pinole», que vale: «No se puede repicar y andar en la procesión». Quien come pinole, como quien come polvorones, tiene que cerrar bien la boca; y el que no sabe comerlo, se ahoga, porque —como dice la gente— «le da en el galillo».

Pero el sentido suntuario y colorista del mexicano tenía que dar con ese lujoso plato bizantino, digno de los lienzos del Veronés o mejor, los frescos de Rivera; ese plato gigantesco por la intención, enorme por la trascendencia digestiva, que es abultado hasta por el nombre: «mole de guajolote», grandes palabras que sugieren fieros banquetes.

El mole de guajolote es la pieza de resistencia en nuestra cocina, la piedra de toque del guisar y el comer, y negarse al mole casi puede considerarse como una traición a la patria. ¡Solemne túmulo del pavo, envuelto en su salsa roja-oscura, y ostentado en la bandeja blanca y azul de

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