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Elogio


Enviado por   •  16 de Octubre de 2013  •  Tesis  •  2.558 Palabras (11 Páginas)  •  266 Visitas

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Mientras el proceso se concebía como un duelo entre los litigantes, en el cual el magistrado, a modo de árbitro en campo de depor- tes, se limitaba a anotar los puntos y a controlar que se observaran las re- glas del juego, parecía natural que la abogacía se redujera a un certamen de acrobacias y que el valor de los defensores se juzgara con criterio, co- mo si dijéramos, deportivo.

Una frase ingeniosa, que no hiciese avanzar un paso a la verdad, pero que atacase en lo vivo cualquier defecto del defensor contrario, pro- ducía el entusiasmo del público, como hoy, en el estadio, el golpe maestro de un futbolista. Y cuando el abogado se levantaba para informar, dirigía- se al público con el mismo gesto del púgil que al subir al ring muestra la turgencia de los bíceps.

Pero hoy, cuando todos saben que en cada proceso, aun en los civi- les, se ventila, no un juego atlético, sino la más celosa y alta función del Estado, no se acude a las Salas de justicia para admirar escaramuzas. Los abogados no son ni artistas de circo ni conferenciantes de salón: la justicia es una cosa seria.

Yo me pregunto —me decía confidencialmente un juez— si en el comportamiento extraño de ciertos abogados en la audiencia pública, no habrá la misteriosa intervención de algún medium.

PIERO CALAMANDREI

Los tales, cuando no visten la toga, son en verdad personas correc- tas y discretas que conocen perfectamente y practican todas las reglas de urbanidad. Detenerse con ellos en la calle a hablar del tiempo que hace, es un delicioso placer; saben que no está bien levantar la voz en la conver- sación, se abstienen de emplear palabras enfáticas para expresar cosas sencillas, guárdanse de interrumpir la frase de su interlocutor y de infligir- le el tormento de largos periodos; y cuando entran en una tienda a com- prar una corbata o se sientan a conversar en un salón, no se ponen a dar puñetazos sobre el mostrador ni a apuntar con el índice, desorbitados los ojos, contra la señora de la casa que sirve el té. Y, sin embargo, esas mis- mas personas, tan bien educadas, cuando están en audiencia, olvidan la urbanidad y los buenos modales. Con los cabellos desordenados y conges- tionado el rostro, emiten una voz estridente y gutural, que parece amplifi- cada por las arcanas concavidades de otro mundo; emplean gestos y vo- cabulario que no son los suyos, y hasta alteran (también he podido obser- varlo) la pronunciación habitual de ciertas consonantes. ¿Habrá, pues, qué creer que caen como suele decirse, en trance, y que a través de su inerte persona habla el espíritu de algún charlatán de feria escapado del infierno?

Así debe ser; no se comprendería de otra manera cómo pueden suponer que, para hacerse tomar en serio por el Tribunal, tengan que gri- tar, gesticular y desorbitar los ojos en la audiencia de tal modo, que si lo hicieran en sus casas, cuando están sentados a la mesa con su familia, en- tre sus inocentes hijitos, desencadenarían una clamorosa tempestad de carcajadas. Sería conveniente que, entre las varias pruebas que los candi- datos a la abogacía hubiesen de superar con el fin de ser habilitados para

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DE LA URBANIDAD (O DE LA DISCRECIÓN) EN LOS JUECES

el ejercicio de la profesión, se comprendiese también una prueba de resis- tencia nerviosa, como la que se les exige a los aspirantes a aviadores. No puede ser un buen abogado quien está siempre a punto de perder la ca- beza por una palabra mal entendida, o que ante la villanía del adversario, sólo sepa reaccionar recurriendo al tradicional gesto de los abogados de la vieja escuela de tomar el tintero para arrojárselo. La noble pasión del abogado debe ser siempre consciente y razonable; tener tan dominados los nervios, que sepa responder a la ofensa con una sonrisa amable y dar las gracias con una correcta inclinación al presidente autoritario que le priva del uso de la palabra. Está perfectamente demostrado ya que la vo- ciferación no es indicio de energía, y que la repentina violencia no es in- dicio de verdadero valor; perder la cabeza durante el debate representa casi siempre hacer que el cliente pierda la causa.

El abogado que creyera atemorizar a los jueces a fuerza de gritos, me recordaría al campesino que, cuando perdía alguna cosa, en lugar de recitar plegarias a san Antonio, abogado de las cosas perdidas, comenza- ba a lanzar contra él una serie de blasfemias, y después quería justificar su impío proceder diciendo:

—A los santos, para hacer que nos atiendan, no hay que rogarles, sino meterles miedo.

El aforismo iura novit curia (la curia conoce las leyes) no es solamente una regla de derecho procesal, la cual significa que el juez debe hallar de oficio la norma que corresponde al hecho, sin esperar a que las partes se la indiquen, sino que es también una regla de corrección forense, que in-

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PIERO CALAMANDREI

dica al abogado, si siente interés por la causa que defiende, que le convie- ne no dar la impresión de enseñar a los jueces el derecho; por el contra- rio, la buena educación impone que se les considere como maestros. Será gran jurista, pero a la verdad pésimo psicólogo (y, por consiguiente, me- diocre abogado), quien hablando a los jueces como si estuviese en cáte- dra, los molestara con la ostentación de su sabiduría y los fatigara con inusitadas y abstrusas exposiciones doctrinales.

Me viene a la memoria aquel viejo profesor de medicina legal, que dándose cuenta de que un examinando había utilizado para prepararse, en lugar de sus apuntes, amarillentos por cincuenta años de uso, un difícil texto moderno, le dijo, interrumpiéndolo con semblante suspicaz: —Jo- ven, me parece que quieres saber más que yo. Y lo suspendió.

Yo tengo confianza en los abogados —me decía un juez—, por- que abiertamente se presentan como defensores de una de las partes y confiesan así los límites de su credibilidad; pero desconfío de ciertos ju- risconsultos de la cátedra que, sin firmar los escritos y asumir abierta- mente la función de defensor, colocan dentro de la carpeta de la causa, dirigidos a nosotros, los jueces, cual si fuésemos sus alumnos, ciertos dic- támenes que titulan “por la Verdad”, como queriendo hacer creer que con los tales dictámenes no estiman ellos hacer obra de patrocinadores de una de las partes, sino de maestros desinteresados que no se cuidan de las cosas terrenales. Esta forma de proceder me parece indiscreta por dos motivos: primero, porque si el consilium sapientis estaba en uso cuan- do los juzgadores eran analfabetos, ofrecer actualmente al magistrado, que tiene su título académico, lección a domicilio,

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