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LA EDUCACION, SU NATURALEZA Y SU FUNCION


Enviado por   •  28 de Octubre de 2013  •  9.501 Palabras (39 Páginas)  •  572 Visitas

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DURKHEIM, Emilio. Educación

y Sociología. Leega, 1994.

LA EDUCACIÓN, SU NATURALEZA Y SU FUNCIÓN

1.- Las definiciones de la educación

Examen crítico

La palabra educación se ha empleado algunas veces en un sentido muy extenso para designar el conjunto de los influjos que la naturaleza o los otros hombres pueden ejercer, ya sobre nuestra inteligencia, ya sobre nuestra voluntad. Comprende, dice Stuart Mill, todo lo que hacemos nosotros mismos y todo lo que les demás hacen por nosotros con objeto de acercarnos a la perfección de nuestra naturaleza. En su acepción más amplia, comprende hasta los efectos indirectos producidos sobre el carácter y sobre las facultades del hombre por medio de cosas cuyo objeto es completamente distinto; por medio de las leyes, de las formas de gobierno, de las artes industriales y de los hechos físicos independientes de la voluntad del hombre, tales como el clima, el suelo y la situación local. Pero esta definición comprende hechos completamente dispares y que no pueden reunirse bajo un mismo vocablo sin exponerse a confusiones. La acción de las cosas sobre los hombres es muy diferente, por sus procedimientos y sus resultados, de lo que proviene de los hombres mismos; y la acción de los contemporáneos difiere de la que los adultos ejercen sobre los más jóvenes. Sólo ésta última nos interesa aquí y, por lo tanto, a ella conviene concretar la palabra educación.

Pero ¿en qué consiste esta acción sui generis? Se han dado contestaciones muy diferentes a esta pregunta; pueden reducirse a dos tipos principales.

Según Kant, «el objeto de la educación es desarrollar en cada individuo toda la perfección de que es susceptible». Pero ¿qué debe entenderse por perfección? Es, se ha dicho muchas veces, el desarrollo armónico de todas las facultades humanas. Llevar al punto más elevado que pueda alcanzarse todas las potencias que residen en nosotros, realizarlas tan completamente como sea posible, pero sin que se perjudiquen las unas a las otras, ¿no es esto un ideal, al que no puede superar ningún otro?

Pero si, hasta cierto punto, este desarrollo armónico es, en efecto, necesario y deseable, no es integralmente realizable; porque está en contradicción con otra regla de la conciencia humana que no es menos imperiosa: la que nos ordena consagrarnos a una tarea especial y restringida. No podemos y no debemos consagrarnos todos al mismo género de vida; tenemos, según nuestras aptitudes, funciones distintas que desempeñar, y hace falta que nos pongamos a tono con la que nos incumbe. No todos estamos hechos para meditar; hacen falta hombres de sensación y de acción. Inversamente, hacen falta otros que tengan como función el pensar. Ahora bien, el pensamiento no puede desarrollarse más que desligándose del movimiento, recogiéndose en sí mismo, apartándose de la acción exterior el sujeto que se le consagra por completo. De ahí una primera diferenciación que no puede dejar de producir una ruptura de equilibrio. Y, a su vez, la acción, lo mismo que el pensamiento, es susceptible de tomar una cantidad de formas diferentes y especiales. Sin duda, esta especialización no excluye un cierto fondo común y, por tanto, tanto cierto equilibrio de las funciones, lo mismo orgánicas que psíquicas, sin el cual la salud del individuo quedaría comprometida, al mismo tiempo que la cohesión social. No es por ello menos cierto que una armonía perfecta no puede presentarse como fin último de la conducta y de la educación.

Menos satisfactoria es todavía la definición utilitaria según la cual la educación tendría por objeto «hacer del individuo un instrumento de felicidad para sí mismo y para sus semejantes», (James Mill); porque la felicidad es una cosa esencialmente subjetiva que cada uno aprecia a su manera. Una fórmula semejante deja, pues, indeterminado el objeto de la educación, y, por consiguiente, la educación misma, ya que la abandona a lo arbitrario individual. Spencer, es cierto, ha intentado definir objetivamente la felicidad. Para él, las condiciones de la felicidad son las de la vida. La felicidad completa es la vida completa. Pero ¿qué hemos de entender por la vida? Si se trata sólo de la vida física, puede bien decirse que es aquello sin lo cual ella sería imposible; sobreentiende, de hecho, un cierto equilibrio entre el organismo y su medio, y, puesto que los dos términos que están en relación son datos que pueden definirse, lo mismo debe ocurrir con su relación. Pero no pueden expresarse así sino las necesidades vitales más inmediatas. Ahora bien, para el hombre, y sobre todo para el hombre de hoy día, esa vida no es la vida. Pedimos a la vida algo más que el funcionamiento aproximadamente normal de nuestros órganos. Un espíritu cultivado prefiere no vivir a tener que renunciar a los goces de la inteligencia. Aun sólo desde el punto de vista material, todo lo que excede de lo estricto necesario, rehuye toda determinación. El standard of life, la medida de vida, como dicen los ingleses; el mínimo más abajo del cual no nos parece que debamos consentir en llegar, varía infinitamente según las condiciones, el ambiente y los tiempos. Lo que ayer encontrábamos suficiente, nos parece hoy por bajo de la dignidad del hombre, tal como la sentimos en la actualidad, y todo hace creer que nuestras exigencias, en este punto, irán creciendo cada vez más.

Tocamos con esto a la censura general en que incurren todas estas definiciones. Parten del postulado de que hay una educación ideal, perfecta, que vale para todos los hombres indistintamente; y es esta educación, universal y única, la que el teórico trata de definir. Pero, en primer lugar, si se considera la historia, nada se encuentra en ella que confirme semejante hipótesis. La educación ha variado infinitamente según los tiempos y según los países. En las ciudades griegas y latinas, la educación preparaba al individuo para subordinarse ciegamente a la colectividad, para llegar a ser la cosa de la sociedad. Hoy día trata de hacer de él una personalidad autónoma. En Atenas pretendíase formar espíritus delicados, discretos, sutiles, enamorados de la medida y de la armonía, aptos para saborear lo bello y los goces de la pura especulación; en Roma se pretendía, antes que nada, que los niños se hicieran hombres de acción, apasionados por la gloria militar, indiferentes a lo que concierne a las letras y a las artes. En la Edad Media la educación era, ante todo, cristiana; en el Renacimiento toma el carácter más laico y más literario; hoy día la ciencia tiende a tomar el lugar que antiguamente

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