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El Medico De Los Muertos


Enviado por   •  21 de Mayo de 2014  •  2.145 Palabras (9 Páginas)  •  1.122 Visitas

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DURANTE MUCHÍSIMOS AÑOS, el pequeño cementerio había sido un

verdadero lugar de reposo, dentro de sus amarillentos paredones, detrás

de la herrumbrosa y alta puerta cerrada. Algunos árboles, entretanto,

habían crecido; se habían vuelto coposos y corpulentos; al mismo tiem-

po, la ciudad fue creciendo también; poco a poco fue acercándose al

cementerio, y acabó, finalmente, por rodearlo y dejarlo atrás, enclavado

en el interior de un barrio nuevo. Los muertos, dormidos en sus fosas,

no se dieron cuenta de estos cambios, y siguieron tranquilos algunos

años más. Pero, después, hubo sorpresas. La ciudad seguía ensanchán-

dose, año tras año, y por todas partes se buscaba ahora, como el más pre-

ciado bien, cualquier sobrante de terreno aún disponible, para aprove-

charlo y negociarlo; hasta los olvidados camposantos de otro tiempo,

eran arrasados, excavados y abolidos, para dar asiento a modernas cons-

trucciones.

Una noche llegaron, en doliente caravana, los muertos que

habían sido arrojados de otro distante cementerio (en donde una Com-

pañía comenzaba a levantar sus imponentes bloques), y pidieron sitio y

descanso a sus hermanos; éstos refunfuñaron; pero les dieron puesto, al

cabo, estrechándose un poco, y juntos durmieron todos nuevamente.

Pero más tarde aún, cuando fueron arregladas las calles adyacentes, el

camposanto vino a quedar mucho más elevado que el nivel de la calzada,

de modo que desde la calle podía verse un abrupto y rojizo talud, y sobre

éste, la vieja tapia del cementerio, coronada por el follaje de los árboles

y las enredaderas; brotaban éstas, igualmente, por entre el carcomido

resquicio del portón, y por todos lados alargaban sus brazos y sus gan-

chos y zarcillos, dispuestos a agarrarse de lo primero que encontraron

para sostenerse y extenderse más aún. Pronto pasaron por allí cerca los

autobuses y los camiones, y esto empezó a molestar mucho a los muer-

tos, sobre todo a los que estaban enterrados del lado del barranco que

lindaba con la calle. La tierra se estremecía, trepidaba y los removía en

sus fosas, cada vez que una de aquellas pesadas máquinas pasaba. Ellos

se daban vuelta, se tapaban los oídos, se acomodaban lo mejor que podí-

an. Pero el poderoso y confuso rumor de la ciudad vino, al fin, a sacar-

los de aquel inquieto sueño intermitente; empezaron, entre ellos, a cam-

biar misteriosas señales subterráneas, y una noche, previo acuerdo pro-

bablemente, salieron varios muertos de sus tumbas, y acordaron ir en

busca del Celador del cementerio para exponerle sus quejas. A poco

andar, no sin sorpresa, descubrieron que ya no había ni celador, ni capi-

lla, ni nada que se les pareciera. El camposanto había sido clasurado

–esto era evidente–, desde incontables años atrás, y nadie del mundo de

los vivos entraba nunca allí...

—Esto ha cambiado mucho, mucho... –dijo uno de los difuntos,

echando un vistazo en derredor–. Recuerdo muy bien que, cuando a mí

me trajeron a enterrar, quedé materialmente cubierto de rosas, azucenas

y jazmines del Cabo; no veo ahora ninguna de estas flores por aquí; sólo

paja; paja y verdolaga, e insignificantes florecillas, de ésas que no tienen

nombre alguno...

—Mi tumba –dijo otro–, era un riente jardín; mil flores lo adorna-

ban; daba gusto sentirse ahí debajo. No podía yo verlas ni deleitarme con

su aroma y sus colores; pero, en cambio, pasé años y años entretenido,

viendo desarrollarse y avanzar las mil y mil raíces que crecían junto a mi

fosa. Nada hay tan interesante y apropiado para un buen observador

subterráneo; el crecimiento, el forcejeo, los juegos y las luchas de las raí-

ces entre sí; sus tácticas y astucias, constituyen el más apasionante espec-

táculo que puede contemplarse bajo la haz de la tierra. Casi un siglo he

pasado yo observándolo, y no me parecen más que cortos minutos. Pe-

ro ocurrió, finalmente, algo tremendo... Una enorme raíz, un verdadero

gigante subterráneo que desde hacía unos setenta años se acercaba a

paso lento y cauteloso, acabó por llenar completamente el sitio, desalo-

jando y empujando a todas las demás raíces, grandes o pequeñas. Yo

mismo me vi casi tapiado y comprimido por este horrible monstruo del

subsuelo...

—Me acuerdo ahora –murmuró alguien, de repente, interrumpien-

do este discurso–, me acuerdo ahora que por aquí mismo fue enterrado,

cierta vez, Pompilio Udano, quien fuera nuestro Celador Principal por

largo tiempo...

Se pusieron a mirar entre

...

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