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Juan Gossaín


Enviado por   •  18 de Febrero de 2012  •  1.461 Palabras (6 Páginas)  •  776 Visitas

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Juan Gossaín cuenta la historia de los primeros hombres que pisaron "oficialmente" América.

Eran 120 hombres, piojosos y hambrientos, "que más parecían almas en pena": los primeros europeos en llegar a suelo americano, hace 519 años.

Las tres carabelas eran dos y Martín Alonso Pinzón no fue el primero que divisó tierra. Las carabelas propiamente dichas eran La Pinta y La Niña, las dos primeras naves de aquella expedición en que viajaban 120 tripulantes piojosos y hambrientos, que más parecían almas en pena. La última no era un clásico velero de tres mástiles, mucho más grande y menos rápido que una carabela.

Como si no fuera suficiente, tampoco es verdad que esa tercera embarcación tuviera por nombre Santamaría. El 3 de agosto de 1492, día en que zarparon de España rumbo a la gloria, para cumplir una epopeya digna de la mitología griega, el buque se llamaba María Galante; así aparece registrado en los archivos de la época, que se conservan en Sevilla. Fue el propio Colón, cuando empezaron las terribles penurias del viaje, el que lo rebautizó en busca de la protección divina de la Virgen Santísima.

A mar abierto

Han pasado más de dos meses desde que partieron de Palos de Moguer, un pueblo de navegantes, minas rústicas de carbón y pescadores artesanales, perdido en la desembocadura del río Tinto. Para ser exactos, llevan 62 días de sufrimientos a mar abierto. No han visto más que agua y cielo. Ni un pájaro siquiera. Algunos han enfermado de tuberculosis.

Los tormentos son interminables. El hambre es tan agobiante que un sargento de grumetes, Sebastián de Ecija, escribe en su propio cuaderno de bitácora que tuvo que comerse las tiras deshilachadas de su pantalón de lona, aliñadas con agua de sal, para engañar el estómago. En medio de las desgracias se permite una pizca de humor. "El pantalón sabe a carne de cordero", anota en sus memorias. Son españoles: tienen un sentido trágico pero también cómico de la vida.

La semana pasada no aguantaron más. Se amotinaron.

Enloquecidos por la desesperación, acusan a Colón de haberlos embarcado en una aventura sin destino. Estuvieron a punto de lincharlo.

El almirante, que hoy se levantó temprano, como todos los días, camina pensativo por la cubierta de La Pinta, que encabeza la caravana porque es la nave del almirante. No sabe si podrá resistir la próxima sublevación. Acaba de cumplir 41 años y es un hombre de pocas palabras, que parece encerrado en sí mismo. Nadie puede decir que lo ha visto sonreír. En las últimas semanas ha envejecido y ahora tiene cara de apesadumbrada anciana.

Hoy es viernes. Viernes 12 de octubre de 1492. Amanece. No hay viento. La mar océana, como a él le gusta llamarla, está en calma.

El mundo parece que se hubiera quedado quieto. El primer sol del día se alza muy pálido, en la parte más lejana del horizonte, porque estamos en la temporada lluviosa de este paraje que algún día se llamará Caribe.

Poco después de las 6 de la mañana, el almirante ve pasar a la derecha de su navío un puñado de algas podridas que flotan sobre la cresta del oleaje. No eran muchas, pero un navegante encallecido sabe lo que significan. Da un salto de emoción.

Regresa a su camarote y escribe en el diario: "Plantas y raíces a estribor. Si hay vegetación, tiene que haber tierra. Estamos muy cerca".

Rodrigo de Triana ha estado de turno toda la noche en la meseta del vigía, que queda en la parte más alta del palo mayor. Ahora, mientras termina de clarear la mañana, descabeza un sueño atrasado durmiendo a pedazos.

De súbito, aquel centinela flaco y de baja estatura, que tiene un ojo torcido y que ha sido marino de ocasión, estibador sin trabajo y asaltante nocturno en las calles de Huelva, cree ver dos siluetas pequeñas que bailan entre la bruma. Teme que el hambre lo esté haciendo alucinar.

Por si las moscas, Triana afila su ojo bueno. Revisa con cuidado. Allí están, retozando, a veinte metros de su cara, dos gaviotas de cabeza negra, pájaros madrugadores. Vuelan hacia el occidente, aguas afuera. El vigía hace una conjetura de marino, equivalente a la que escribió Colón: "Si hay pájaros, hay tierra".

En sus escabrosas noches de taberna, de regreso a España, Triana relataría a los parroquianos lo que sintió en ese momento.

Dice que lo primero que hizo fue levantarse del puesto de vigilancia y seguir con la mirada el recorrido de las gaviotas. Vio una palma de coco en una playa que parecía ennegrecida por los aguaceros recientes. Empezó a temblar. Y entonces, con ambas manos

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