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Benito Juarez, Apuntes Para Mis Hijos.


Enviado por   •  27 de Octubre de 2013  •  11.867 Palabras (48 Páginas)  •  700 Visitas

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APUNTES PARA MIS HIJOS

En 21 de marzo de 1806 nací en el pueblo de San Pablo Guelatao de la jurisdicción de Santo Tomás Ixtlán en el Estado de Oaxaca. Tuve la desgracia de no haber conocido a mis padres Marcelino Juárez y Brígida García, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanas María Josefa y Rosa al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y Justa López, indios también de la nación Zapoteca. Mi hermana María Longinos, niña recién nacida pues mi madre murió al darla a luz, quedó a cargo de mi tía materna Cecilia García. A los pocos años murieron mis abuelos, mi hermana María Josefa casó con Tiburcio López del pueblo de Santa María Yahuiche, mi hermana Rosa casó con José Jiménez del pueblo de Ixtlán y yo quedé bajo la tutela de mi tío Bernardino Juárez, porque de mis demás tíos: Bonifacio Juárez había ya muerto, Mariano Juárez vivía por separado con su familia y Pablo Juárez era aún menor de edad.

Como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía de su trabajo personal, luego que tuve uso de razón me dediqué hasta donde mi tierna edad me lo permitía, a las labores del campo. En algunos ratos desocupados mi tío me enseñaba a leer, me manifestaba lo útil y conveniente que era saber el idioma castellano y como entonces era sumamente difícil para la gente pobre, y muy especialmente para la clase indígena adoptar otra carrera científica que no fuese la eclesiástica, me indicaba sus deseos de que yo estudiase para ordenarme. Estas indicaciones y los ejemplos que se me presentaban en algunos de mis paisanos que sabían leer, escribir y hablar la lengua castellana y de otros que ejercían el ministerio sacerdotal, despertaron en mí un deseo vehemente de aprender, en términos de que cuando mi tío me llamaba para tomarme mi lección, yo mismo le llevaba la disciplina para que me castigase si no la sabía; pero las ocupaciones de mi tío y mi dedicación al trabajo diario del campo contrariaban mis deseos y muy poco o nada adelantaba en mis lecciones. Además, en un pueblo corto, como el mío, que apenas contaba con veinte familias y en una época en que tan poco o nada se cuidaba de la educación de la juventud, no había escuela; ni siquiera se hablaba la lengua española, por lo que los padres de familia que podían costear la educación de sus hijos los llevaban a la ciudad de Oaxaca con este objeto, y los que no tenían la posibilidad de pagar la pensión correspondiente los llevaban a servir en las casas particulares a condición de que los enseñasen a leer y a escribir. Este era el único medio de educación que se adoptaba generalmente no sólo en mi pueblo, sino en todo el Distrito de Ixtlán, de manera que era una cosa notable en aquella época, que la mayor parte de los sirvientes de las casas de la ciudad era de jóvenes de ambos sexos de aquel Distrito. Entonces más bien por estos hechos que yo palpaba que por una reflexión madura de que aún no era capaz, me formé la creencia de que sólo yendo a la ciudad podría aprender, y al efecto insté muchas veces a mi tío para que me llevase a la Capital; pero sea por el cariño que me tenía, o por cualquier otro motivo, no se resolvía y sólo me daba esperanzas de que alguna vez me llevaría.

Por otra parte yo también sentía repugnancia (de) separarme de su lado, dejar la casa que había amparado mi niñez y mi orfandad, y abandonar a mis tiernos compañeros de infancia con quienes siempre se contraen relaciones y simpatías profundas que la ausencia lastima marchitando el corazón. Era cruel la lucha que existía entre estos sentimientos y mi deseo de ir a otra sociedad, nueva y desconocida para mí, para procurarme mi educación. Sin embargo el deseo fue superior al sentimiento y el día 17 de diciembre de 1818 y a los doce años de mi edad me fugué de mi casa y marché a pie a la ciudad de Oaxaca a donde llegué en la noche del mismo día, alojándome en la casa de don Antonio Maza en que mi hermana María Josefa servía de cocinera. En los primeros días me dediqué a trabajar en el cuidado de la granja ganando dos reales diarios para mi subsistencia, mientras encontraba una casa en qué servir. Vivía entonces en la ciudad un hombre piadoso y muy honrado que ejercía el oficio de encuadernador y empastador de libros. Vestía el hábito de la Orden Tercera de San Francisco y, aunque muy dedicado a la devoción y a las prácticas religiosas, era bastante despreocupado y amigo de la educación de la juventud. Las obras de Feijoo y las epístolas de San Pablo eran los libros favoritos de su lectura. Este hombre se llamaba don Antonio Salanueva quien me recibió en su casa ofreciendo mandarme a la escuela para que aprendiese a leer y a escribir. De este modo quedé establecido en Oaxaca en 7 de enero de 1819.

En las escuelas de primeras letras de aquella época no se enseñaba la gramática castellana. Leer, escribir y aprender de memoria elCatecismo del Padre Ripalda era lo que entonces formaba el ramo de instrucción primaria. Era cosa inevitable que mi educación fuese lenta y del todo imperfecta. Hablaba yo el idioma español sin reglas y con todos los vicios con que lo hablaba el vulgo. Tanto por mis ocupaciones, como por el mal método de la enseñanza, apenas escribía, después de algún tiempo, en la 4a. escala en que estaba dividida la enseñanza de escritura en la escuela a que yo concurría. Ansioso de concluir pronto mi rama de escritura, pedí pasar a otro establecimiento creyendo que de este modo aprendería con más perfección y con menos lentitud. Me presenté a don José Domingo González, así se llamaba mi nuevo preceptor, quien desde luego me preguntó ¿en qué regla o escala estaba yo escribiendo? Le contesté que en la 4a. Bien, me dijo, haz tu plana que me presentarás a la hora que los demás presenten las suyas. Llegada la hora de costumbre presenté la plana que había yo formado conforme a la muestra que se me dio, pero no salió perfecta porque estaba yo aprendiendo y no era un profesor. El maestro se molestó y en vez de manifestarme los defectos que mi plana tenía y enseñarme el modo de enmendarlos sólo me dijo que no servía y me mandó castigar. Esta injusticia me ofendió profundamente no menos que la desigualdad con que se daba la enseñanza en aquel establecimiento que se llamaba la Escuela Real; pues mientras el maestro en un departamento separado enseñaba con esmero a un número determinado de niños, que se llamaban decentes, yo y los demás jóvenes pobres como yo, estábamos relegados a otro departamento, bajo la dirección de un hombre que se titulaba ayudante y que era tan poco a propósito para enseñar y de un carácter tan duro como el maestro.

Disgustado de este pésimo método de enseñanza y no habiendo en la ciudad otro establecimiento

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