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Libro Historia De Los Griegos De Indro Montanelli


Enviado por   •  18 de Octubre de 2012  •  3.721 Palabras (15 Páginas)  •  1.063 Visitas

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Quien desde la costa remonta el Peloponeso hacia el Norte, halla en un punto determinado el valle de Lacedemonia, o Laconia, engarzado entre montañas tan impenetrables que su capital, Esparta, jamás tuvo necesidad de construir murallas para defenderse. Domina a todos los demás el pico nevado del Taigeto, de donde se precipita, hervoroso, el torrente Eurotas. Esparta quiere decir «la esparcida», y hoy tendrá más o menos cinco mil habitantes. Fue llamada así porque fue el resultado de la fusión de cinco poblados que entre todos contarían unos cincuenta mil habitantes. Esta fusión no fue espontánea. La impusieron a la fuerza los conquistadores dorios, cuando bajaron del Norte en seguimiento de sus reyes heráclidas. Éstos dominaban desde las montañas circundantes el Peloponeso, e iniciaron su conquista atacando Mesene. Pausanias cuenta que el rey de la ciudad, Aristodemo, corrió a Delfos para consultar al oráculo sobre la manera de salir de aquel apuro. Apolo le sugirió que sacrificara su hija a los dioses. Aristodemo, que seguramente tenía en sus venas un poco de sangre napolitana, dijo que sí, pero en el último momento, a escondidas, puso en lugar de su hija a otra muchacha, esperando que los dioses no lo notarían. Luego fue a la guerra y quedó derrotado. Cincuenta años después, su sucesor Aristómenes se rebeló contra el yugo. Perdió vida y trono y sus súbditos la libertad. Éstos fueron equiparados a los indígenas de Esparta, que se llamaban «ilotas», y que a su vez estaban equiparados a los esclavos, los cuales debían entregar, gratis, a los ciudadanos la mitad de sus rentas y cosechas. Sobre esa masa de desheredados, que entre la ciudad y el campo sumaban cerca de trescientas mil almas, incluyeron los «periecos», que eran los ciudadanos libres pero privados de derechos políticos, sobrenadaba la minoría guerrera de los treinta mil conquistadores dorios, únicos que gozaban de los derechos de ciudadanía y que ejercitaban los políticos. Era natural que éstos hicieran por manera de cortar el paso a las ideas progresistas de justicia social para no perder sus privilegios patronales. Las montañas que circundaban el valle les ayudaron, al dificultar los contactos con las otras ciudades, y especialmente donde la democracia triunfaba. Licurgo añadió a aquellas ideas un conjunto de leyes que petrificaban la sociedad en sus dos estratos de siervos y amos.

No se sabe si Licurgo ha existido efectivamente jamás. Los que lo creen, conforme a los testimonios de los antiguos historiadores griegos, dudan respecto a las fechas. Algunos creen que vivió novecientos años antes de Jesucristo; otros ochocientos; otros setecientos, y otros, seiscientos, que es lo más probable. No era un rey. Era tío y tutor del joven soberano Carilao. Dícese que fue a buscar el modelo de su famosa Constitución a Creta, y que para hacerla aceptar por sus compatriotas contó, a su regreso, que fue el oráculo de Delfos en persona quien se la sugirió en nombre de los dioses. Ésta imponía una disciplina tan severa y sacrificios tan grandes, que no todos se mostraban dispuestos a aceptarla. Un joven de la aristocracia, Alcandro, enfurecióse hasta tal punto al discutirla, que le tiró una piedra a Licurgo y le dio en un ojo. Plutarco cuenta que, por sustraer el culpable al furor de los circunstantes, Licurgo se lo hizo entregar y que por todo castigo se lo llevó a cenar consigo. Y entonces, entre plato y plato, mientras se ponía compresas sobre el ojo lastimado, explicó a su agresor cómo y por qué se proponía dar a Esparta leyes tan duras. Alcandro quedó convencido y, admirado por la generosidad y la cortesía de Licurgo, convirtióse en uno de los más celosos propagandistas de sus ideas. Alguien sostiene que las leyes de Licurgo no fueron escritas jamás. De todos modos, fueron observadas hasta que se volvieron consuetudinarias y formaron las costumbres de aquel pueblo. Su autor reconocía que su esencia era «el desprecio de lo cómodo y de lo agradable» y, para hacerlas aprobar, propuso un plazo, obligándose sus conciudadanos a mantenerlas en vigor hasta el día siguiente de su retorno. El día siguiente partió a Delfos, se encerró en el templo y se dejó morir de hambre. Así las leyes no fueron jamás derogadas y se tornaron consuetudinarias. Según ellas, los reyes debían sentarse por parejas en el trono de modo que uno pudiese vigilar al otro, y que la rivalidad entre ambos la aprovechase el Senado para erigirse en arbitro de la situación. El Senado se componía de veintiocho miembros, todos de más de sesenta años. Cuando alguno moría (y, dada la edad, debía de suceder a menudo), los candidatos a la sucesión desfilaban en fila india por la sala. El que recibía más aplausos quedaba elegido, así como en las discusiones ganaba la proposición el que sabía gritar con voz más potente.

Debajo del Senado estaba la Asamblea, una especie de Cámara de Diputados, abierta a todos los ciu-dadanos de treinta años para arriba. Ésta nombraba, previa aprobación del Senado, a los cinco éforos, o ministros, para la aplicación de las leyes. En esa división de poderes, Esparta no difería sustancialmente de los otros Estados de la Antigüedad. Pero lo que le dio aquel carácter que, de entonces acá se ha llamado «espartano », fueron la regla ascética y los criterios de disciplina militar que, por voluntad de Licurgo, imprimieron la vida y sobre todo la educación de los jóvenes. Esparta no tenía un ejército; lo era. Además, sus habitantes eran tan sólo súbditos y no tenían derecho a ejercer la industria ni el comercio porque debían reservarse sólo para la política y la guerra, no conocieron nunca el oro ni la plata porque estaba prohibido importarlos, y hasta sus monedas fueron solamente de hierro. Una comisión gubernamental examinaba a los recién nacidos y mandaba arrojar a los cortos de talla desde un pico del Taigeto, haciendo dormir a los demás al raso, aun en invierno, de modo que sólo los más robustos sobreviviesen. Se tenía libertad de elegir mujer. Pero quien se casaba con una poco apta para la reproducción, pagaba una multa, como le sucedió incluso a un rey, Arquidamo. El marido estaba obligado a tolerar la infidelidad si la adúltera la cometía con un hombre más alto y fuerte que él: Licurgo había dicho que en estos casos los celos eran ridículos e inmorales.

A los siete años el niño era arrancado a la familia y entraba en el colegio militar, a costa del Estado. En cada’ clase se nombraba paidónomo —o, como dirían los alemanes, Führer— al más valeroso, o sea al que había zurrado más y mejor a sus compañeros, resistido mejor las desolladuras y los latigazos de los instructores, y más brillantemente soportado las noches en el chiquero. A los alumnos se les enseñaba a leer y escribir, pero nada más. La única evasión era el canto. Pero estaba

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