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Memorias De La Revolucion Mexicana


Enviado por   •  5 de Octubre de 2011  •  2.455 Palabras (10 Páginas)  •  755 Visitas

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A la distancia, compara su lucha con un trabajo: “Nosotros, los agraristas trabajamos sin descanso por arrebatar las tierras que los hacendados habían despojado a los pueblos”.

Este militar de corazón ingresó a la Revolución el 29 de marzo de 1911, poco después de los 17 años de edad, al partir con vecinos y amigos del pueblo donde vivía para unírsele al Jefe. “En mi caso personal usé el reclutamiento, nunca la bola forzada. Comenzamos así la formación del Ejército Libertador del Sur”.

Como era tradición en tantos campesinos, no sólo de Morelos sino de México, don Epigmenio salió a pelear y regresó a Santa Catarina, donde nació, donde vivía y donde sigue viviendo, maltrecho, condecorado y con heridas, pero vivo al momento de esta entrevista.

Así, sentados en su precaria vivienda, con su esposa como testigo de cada palabra que dice, cabello blanco como él, narra: “Poco antes de mi partida, recluté aquí en mi pueblo a 25 amigos armados con lo que tuvieran y así nos presentamos ante el agrupamiento del general”.

De hablar cuidadoso y mesurado, don Epigmenio, que pese a su edad -ando entre los 90 y 95 años- como casi todos los ex combatientes ignora su real edad, tiene buena presencia, tanto que podría ser un actor caracterizando las películas de oro del cine mexicano, cuenta en esta plática cómo cada uno de sus ascensos los logró “con mucho esfuerzo”.

Las tres condecoraciones otorgadas por méritos en campaña rivalizan con sus heridas sufridas en la toma de Iguala, Guerrero, en la que participó y de la que aún se muestro orgulloso. “Corría el año de 1913, y bajo las órdenes de un coronel del que ya no me acuerdo el nombre, sólo que lo apodaban ‘El Higuerón’ -Silvino Pérez Benítez, oriundo del municipio de Tlaquiltenango-. Participé el primero y el segundo día de combate, pero fui herido y tuve que regresarme a Morelos a reponer la herida”.

Don Epigmenio asegura que los soldados zapatistas eran voluntarios, “nos movía el mismo ideal de Zapata, que era también el de todos nosotros. Que hubiera tierra para todos y devolver los campos a cada pueblo, arrebatados por los hacendados. Tampoco me tocó presenciar deserciones que fueran reprimidas o malos tratos a la tropa, con sus excepciones. Si comparo a Antonio Barona con Genovevo de la O, con los que estuve bajo su mando en algunas comisiones, ambos, con el transcurrir de la revolución, llegaron a tener el grado de generales de división. Pero la diferencia era que Genovevo de la O, famoso por su dureza en los combates, fuera de ellos, era mucho más humanitario con su tropa que el mismo Antonio Barona, otro jefe zapatista destacamentado al norte de la ciudad capital del Estado y otros municipios de los altos de Morelos. Era tal la competencia entre ambos, que era bien sabida la animosidad que se tenían”.

Menciona que participó en el Sitio y Toma de la Ciudad de Cuernavaca a fines de 1914. “Fue terrible, porque la población fue la más castigada, todo por la negativa de los federales a rendirse”. Tomó parte también en el combate contra varias haciendas como la de Cocoyoc, Zacatepec y Coahuixtla.

Participante asimismo en los ataques a las plazas de Axochiapan; Tlapa, en Guerrero; en Almoloya, Estado de México, y en los combates y tomas de Chinameca, Iguala, Tenextepango y en Chiautla, Puebla, entre otras, se declara un afortunado de la vida por haber salido de tantos combates, “aunque en ocasiones tardaba yo en reponerme de alguna herida”.

Con voz tranquila, pausada, y de buen hablar, don Epigmenio, tres veces condecorado, desde el fondo semioscuro y fresco de una casa, muros de adobe muy deteriorados, descubre la forma cómo se hizo la Revolución. Este militar formado en la lucha y de buena presencia física, pese a lo avanzado de su edad “ya voy pa los 100 años”, comenta que es la casa donde ha vivido desde que terminó la lucha armada junto a su compañera María Canalizo Franco, quien aún ahora con casi la misma edad que su marido, vive pendiente hasta del más mínimo detalle que necesite. Está acostumbrada. Así lo ha hecho siempre.

Menudita y de expresión dulce y tranquila, con las largas trenzas blancas semipeinadas y sin zapatos, “así me gusta andar, pues”, dice riéndose apenada tratando de tapar su boca chimuela, porta un mandil que ya ha visto hace tiempo sus mejores días.

Durante esta plática no hace más que mirar arrobada a don Epigmenio mientras éste cuenta sus experiencias, muchas de las cuales las vivió junto a él como soldadera, “pero jué por poquito tiempo, ya casi al final”, refiere tímida y como apenada por participar en la conversación. Luego vuelve a permanecer en silencio y así se queda durante el resto de la entrevista.

“Aunque Villa tenía lo suyo, lo de Zapata era más grande. Todos luchábamos por la tierra, pues.”

Don Epigmenio explica su posición en el movimiento “más significativo de la Revolución Mexicana”, como lo califica, “porque aunque el General Francisco Villa tenía lo suyo, lo que movía a Zapata era más grande. Todos luchábamos por la tierra, pues. En ese entonces”, expresa, “el gobierno mandaba federales y mataba como quería; por eso, para no aguantar más vejaciones, nos dimos de alta con el Jefe Zapata.

“Ya lo había mirado de lejos, desde que trabajaba yo en la hacienda La Nopalera, no lejos de la hacienda del Hospital, donde en 1906 mi general llevó los intereses de su pueblo San Miguel Anenecuilco para tratar de obtener la devolución de parte de sus tierras. Mire usted, aunque don Emiliano no era rico, no tuvo necesidad de trabajar en una hacienda como peón. Le lastimaba, bueno, más bien le indignaba el trato que recibíamos. En ese entonces, en el caso de Anenecuilco, su pueblo natal, había sido despojado de sus mejores tierras, así como habían sido arrebatadas las de otros pueblos, siempre a manos de las haciendas que crecían y crecían sin parar.

“En mi caso personal, al trabajar desde niño en haciendas, se forjó mi carácter decidido al ver de cerca tanta injusticia cometida contra todos por igual. Mire usted, -detalla su vida en una hacienda-, trabajábamos de sol a sol, casi sin descansos y maltratados por los capataces y por el mismo hacendado cuando se encontraba en su propiedad. Por cualquier falta nos arriaban a palos.

Nuestra paga la dejábamos casi íntegra en las tiendas de raya, que eran unos galerones, así de grandes, donde tenían de todo, abarrote, mantas, velas pa alumbrar las casas”, al decirlo hace una descripción en el aire con los dos brazos extendidos que dimensione el tamaño. “Ahí nos obligaban a comprar lo que fuéramos necesitando. Y todo ese mal vivir, era sin la menor esperanza de mejorar algún día esa situación o de llegar

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