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DONDE EL CORAZON TE LLEVE - SUSANNA TAMARO


Enviado por   •  25 de Agosto de 2011  •  11.063 Palabras (45 Páginas)  •  1.075 Visitas

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Traducción del italiano por Atilio Pentimalli Melacrino

Susanna Tamaro

Donde el corazón te lleve

PLANETA

CLÁSICOS CONTEMPORÁNEOS INTERNACIONALES

Dirección: Ymelda Navajo Y Manuel García Píriz

Diseño de colección: Nacho Soriano

Título original: Va' dove tí porta il cuore

(c) Baldini & Castoldi, 1994

(c) Baldini & Castoldi International, 1995

(c) Editorial Seix Barral, S. A.., 1994 y 1996

(c) Editorial Planeta, S. A., 1997, para esta edición

Córcega, 273 279, 08008 Barcelona (España)

Primera edición: mayo de 1997

Depósito Legal: B. 13.310 1997

ISBN 84 08 46226 1

Impresión y encuadernación: Cayfosa

Printed in Spain Impreso en España

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

A Pietro

Oh, Shiva, ¿qué es tu realidad?

¿Qué es este universo lleno de estupor?

¿Qué forma la simiente?

¿Quién es el cubo de la rueda del universo?

¿Qué es esta vida más allá de la forma

que impregna las formas?

¿Cómo podemos entrar en ella plenamente,

por encima del espacio y del tiempo,

de los nombres y de las connotaciones?

¡Aclara mis dudas!

De un texto sagrado

del shivaísmo cachemir

Opicina, 16 de noviembre de 1992

Hace dos meses que te fuiste y desde hace dos meses, salvo una postal en la que me comunicabas que todavía estabas viva, no he tenido noticias tuyas. Esta mañana, en el jardín me detuve largo rato ante tu rosa. Aunque estamos en pleno otoño, resalta con su color púrpura, solitaria y arrogante, sobre el resto de la vegetación, ya apagada. ¿Te acuerdas de cuando la plantamos? Tenías diez años y hacía poco que habías leído El Principito. Te lo había regalado yo como premio por tus notas. Esa historia te había encantado. Entre todos los personajes, tus predilectos eran la rosa y el zorro; en cambio, no te gustaban el baobab, la serpiente, el aviador, ni todos esos hombres vacíos y presumidos que viajaban sentados en sus minúsculos planetas. Así que, una mañana, mientras desayunábamos, dijiste: «Quiero una rosa.» Ante mi objeción de que ya teníamos muchas, contestaste: «Quiero una que sea solamente mía, quiero cuidarla, hacer que se vuelva grande.» Naturalmente, además de la rosa también querías un zorro. Con la astucia de los niños, habías presentado primero el deseo accesible y después el casi imposible.

¿Cómo podía negarte el zorro después de haberte concedido la rosa? Sobre este extremo discutimos largamente y por último nos pusimos de acuerdo sobre un perro.

La noche antes de ir a buscarlo no pegaste ojo. Cada media hora llamabas a mi puerta y decías: «No puedo dormir. » Por la mañana, al dar las siete ya habías desayunado y te habías lavado y vestido; con el abrigo ya puesto, me esperabas sentada en el sillón. A las ocho y media estábamos ante la entrada de la perrera. Todavía estaba cerrada. Tú, mirando por entre las rejas, decías: «¿Cómo sabré cuál es precisamente el mío? » En tu voz había una gran ansiedad. Yo te tranquilizaba, decía: «No te preocupes, acuérdate de cómo el Principito domesticó al zorro. »

Volvimos a la perrera tres días seguidos. Allí dentro había más de doscientos perros y tú querías verlos a todos. Te detenías delante de cada jaula y allí te quedabas, inmóvil y absorta en una aparente indiferencia. Entretanto, todos los perros se abalanzaban contra la red metálica, ladraban, saltaban, trataban de arrancar el enrejado con las garras. Estaba con nosotras la encargada de la perrera. Creyendo que eras una chiquilla como las demás, para que te animaras te mostraba los ejemplares más hermosos: «Mira aquel cocker», te decía. O también: «¿Qué te parece aquel lassie?» Por toda respuesta emitías una especie de gruñido y proseguías tu marcha sin hacerle caso.

A Buck lo encontramos el tercer día de ese vía crucis. Estaba en una de las jaulas traseras, esas donde alojan a los perros convalecientes. Cuando llegamos ante el enrejado, en vez de acudir a nuestro encuentro como todos los demás, se quedó sentado en su sitio sin levantar siquiera la cabeza.

«Ése exclamaste señalándolo con el dedo . Quiero ese perro.» ¿Te acuerdas de la cara estupefacta de aquella mujer? No lograba entender que quisieras entrar en posesión de aquel horrendo gozquillo. Sí, porque Buck era pequeño de talla pero encerraba en su pequeñez casi todas las razas del mundo. Cabeza de lobo, orejas blandas y colgantes de perro de caza, patas tan airosas como las de un basset, la cola espumosa de un perro de aguas y el pelo negro y tostado rojizo de un dobermann. Cuando nos dirigimos a las oficinas para firmar los papeles, la empleada nos contó su historia. Lo habían arrojado de un coche en marcha a principios del verano. En ese vuelo se había herido gravemente y por eso una de las patas traseras le colgaba como muerta.

Ahora Buck está aquí, a mi lado. Mientras escribo, de vez en cuando suspira y acerca su hocico a mi pierna. El morro y las orejas se han vuelto casi blancos a estas alturas y, desde hace algún tiempo, sobre los ojos le ha caído ese velo que siempre nubla los ojos de los perros viejos. Al mirarlo me conmuevo. Es como si aquí a mi lado hubiera una parte de ti, la parte que más quiero, esa que, hace años, entre los doscientos huéspedes de aquel refugio supo escoger el más infeliz y feo.

Durante estos meses, vagabundeando en la soledad de la casa, los años de incomprensiones

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