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El Jurado Seducido


Enviado por   •  7 de Diciembre de 2011  •  2.481 Palabras (10 Páginas)  •  4.254 Visitas

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El jurado seducido

María Moliner entiende que la pasión es sentimiento o inclinación muy violentos que perturban el ánimo, tal como el amor vehemente, la ira, los celos o un vicio. Las voces que la designan -enumera la erudita lexicógrafa española en su estupendo Diccionario de uso del español- son acaloramiento, acceso, acometida, apasionamiento, efervescencia, encendimiento, fuego, gusanera, incendio, llama, paroxismo, rapto, vehemencia, volcán. Las pasiones son parte esencial de la condición humana, huéspedes turbulentos de la vida íntima del alma. Podemos negarlas, reprimirlas o encauzarlas, pero no librarnos de ellas.

William Faulkner observa que la vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que hace moverse al hombre, que es la ambición, el poder, el placer. Spinoza juzga que las pasiones derivan de nuestra naturaleza pulsional, afectiva, y no podemos eliminarlas porque son necesarias para vivir y perseverar en nuestro ser. Kierkegaard advierte que la pasión nos alterna y, como un arco tenso, somos quietud e inquietud, sosiego y tormento, reflexión y frenesí. En su Tratado de las pasiones, Carlos Gurméndez enlista como tales a la codicia, la envidia, los celos, el orgullo, la humildad, la ambición, la venganza, la avaricia, el trabajo, la pereza, el amor pasional, el amor paternal, el amor filial y el odio, y asevera que la pasión está escondida en la morada interior y desde allí, encerrada y oculta, clama por salir a realizarse. Ernst Jünger sostiene que el hombre no debe ser amigo del sol: debe ser sol.

En las pasiones suele haber más desconcierto, incertidumbre y zozobra que felicidad, pero sus fulgores, aunque no nos hagan necesariamente más felices, nos hacen estar más intensamente vivos. Si faltan, no hay nada sublime en las costumbres, en las obras literarias, en las creaciones artísticas, pues la virtud se convierte en minucia, dice Diderot, por lo que aconseja que nos entreguemos a ellas sin temor a perdernos en sus remolinos, ya que siempre nos llevarán a buen puerto, es decir al cumplimiento personal. De esto último -que las pasiones llevarán siempre a buen puerto- no se puede estar seguro.

Las pasiones son trágicas. Ninguna convicción religiosa, ninguna norma jurídica, ningún precepto moral hicieron desistir de su combustión a Francesco y Paola. Aunque ese desafuero les costó estar en el infierno, ellos no reniegan de su opción vital pues pudieron ejercer su albedrío abrazándose y abrasándose, y aun en la residencia infernal, entre los tormentos que allí se les infligen, se regodean -como lo vislumbró Borges- de estar juntos. Ningún consejero matrimonial, ningún psicoanalista elocuente, ningún amigo sensato, ningún tabernero todo oídos y con sentido común hubieran podido esfumar los celos demenciales que generaron el impulso criminal de Otelo, pero éste tuvo la posibilidad de actuar como lo hizo o de otro modo. "Los dioses pueden obnubilar la mente del que se dispone a obrar, provocando su perdición, pero también pueden ser derrotados por la decisión humana", explica Fernando Savater.

El dominio de las pasiones es un arte mayor, pero son ellas las que con cierta frecuencia dominan no sólo a los humanos sino a los propios dioses. La mitología griega abunda en excesos divinos motivados por la debilidad ante la punzada de alguna pasión. Los habitantes del Olimpo sienten celos, ira, envidia, deseo, y se dejan llevar por esas turbulencias del corazón. El propio Zeus cede reiteradamente a sus apetitos eróticos a sabiendas de que Hera, su esposa, reaccionará furibunda, desproporcionada y, toda vez que el blanco de sus venganzas no es su cónyuge sino quienes él eligen para su placer, injustamente.

En determinadas circunstancias pautadas, irrepetibles e irremplazables, las pasiones -que unas veces nos asemejan a los dioses, otras nos identifican con los demonios y otras más nos emparentan con las bestias- discurren por cauces que desembocan en los terrenos de la justicia, la cual ha de pronunciarse valorando la conducta humana que, movida pasionalmente, se da en perjuicio de otro. El drama está servido.

La justicia ha de hacerse cargo de los distintos factores que rodean y hacen única la conducta que se juzga. Tanto los textos legislativos como las resoluciones judiciales o administrativas se enfrentan al delicado problema de deslindar qué proceder humano amerita ser sancionado. Específicamente por lo que toca a las sanciones penales, la postura ilustrada -democrática- sólo admite que se castigue la acción u omisión, -que lesiona o pone en peligro un bien jurídico sin estar amparada por causa de justificación alguna, siempre y cuando le sea reprochable al autor y se demuestre plenamente la responsabilidad de éste.

Esa es la materia de las crónicas que pueblan las páginas siguientes. Hay una excepción: en "Ausencias inconsolables" está ausente el tema de la justicia. Incluyo ese texto arbitrariamente en homenaje de admiración jubilosa a las parejas protagonistas y a la emocionada reacción que suscitó en cierta lectora.

Casos de amor y desamor.

El delirio, la lucha entre el instinto erótico y el instinto de muerte, la atracción que degenera en odio, el encantamiento que deviene en impulso destructivo, la humillación rutinaria que un día dice hasta aquí, la irracionalidad de las pasiones, la angustia de perderle, el deseo frustrado, el intento de forzarle tras la seducción fallida, la fascinación ante el abismo, los ímpetus del lado oscuro del alma pretendidamente incontrolables, el otro yo que no conocíamos... ¿amor, búsqueda del amor, esperanza de hallar el amor, aguante de todos los agravios en homenaje al recuerdo del amor ido pero que un día glorioso fue? ¿O sentimientos y pulsiones ajenos al amor, que sólo les sirve de coartada? Freud expuso una apasionante teoría de la tensión entre eros y thanatos, entre el instinto de vida y el instinto de destrucción que todo ser humano alberga dentro de sí. En nuestros días, Alberoni entiende que la actitud que permite controlar la angustia relacionada con la violencia de la vida le da la impresión de que puede dominar fuerzas que, en cambio, íntimamente sabe que son más poderosas que él. Siglos atrás, Shakespeare, en Otelo, puso en labios de Yago la siguiente enseñanza: "Si la balanza de nuestras existencias no tuviera un platillo de razón para equilibrarse con otro de sensualidad, la sangre y bajeza de nuestros instintos nos llevaría a las consecuencias más absurdas... poseemos la razón para templar nuestros movimientos de furia, nuestros aguijones carnales, nuestros apetitos sin freno... “Pero el mismo personaje agrega más adelante: "Es el error de la luna: se acerca a la tierra más de lo deseado y vuelve a los hombres

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