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La Serpiente Blanca


Enviado por   •  22 de Abril de 2013  •  1.513 Palabras (7 Páginas)  •  534 Visitas

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La Serpiente blanca Hermanos Grimm

Hace ya mucho tiempo, había un Rey cuya sabiduría era celebrada en el mundo entero. Sabía todo cuanto pasaba en el mundo y aun las cosas más secretas parecían llegarle por los aires. Tenía este Rey una rara costumbre. Todos los días, a la hora de comer, cuando los cortesanos se retiraban, él se quedaba solo, y un fiel criado le traía un último plato. Este plato estaba siempre tapado y ni aun el criado sabía lo que contenía, pues el Rey no lo destapaba nunca hasta encontrarse solo. Así sucedió durante largo tiempo, cuando, cierto día, el criado sintió picada su curiosidad por aquel misterio y llevó el plato a su cuarto. Después de cerrar cuidadosamente la puerta, tomó la tapa del plato y vio en él una serpiente blanca. Al verla, no pudo resistir al deseo de probarla. Cortó, pues, un pedacito y se lo metió en la boca. Apenas lo hubo probado, cuando empezó a oír un maravilloso murmullo de vocecitas delicadas. Salió a la ventana, y escuchó, y se dio cuenta de que los murmullos venían de los gorriones que volaban por el jardín. Estaban charlando y contándose unos a otros todas las cosas que habían oído en los bosques y los campos. Comiendo de la serpiente, el criado había adquirido el poder de entender el lenguaje de los pájaros y los animales. Sucedió aquel día que la Reina perdió su anillo más precioso, y las sospechas recayeron sobre el fiel sirviente. El Rey le envió a buscar y le amenazó con meterle en prisión si el anillo no aparecía al día siguiente. En vano él protestó de su inocencia, pues no fue creído. En su pena y ansiedad, salió al jardín, preguntándose cómo podría salir de aquel apuro. Unos patos tomaban el sol apaciblemente, limpiándose las plumas con los picos, mientras charlaban con animación. El criado se detuvo para escucharles. Estaban contándose, unos a otros, lo que habían visto aquella mañana. Uno dijo al otro, muy apurado: — Tengo algo que me pesa en el estómago. Creo que en mi prisa por comer, me he tragado esta mañana el anillo de la Reina. El criado se apresuró a cogerle por el cuello, lo llevó a la cocina, y dijo al cocinero: — Aquí tenemos un precioso pato, muy gordo y sabroso. Hay que matarlo en seguida. — Ciertamente — dijo el cocinero pesándolo en su mano, — está bien cebado. Hace tiempo que debimos asarlo. Lo mataron y, al cortarlo, fue encontrado el anillo de la Reina. No tuvo, pues, el criado ninguna dificultad para probar su inocencia, y el Rey, dolido de su anterior injusticia, dijo al criado que le pidiese cualquier favor, prometiendo darle hasta el más alto puesto de la corte si se lo pedía. Pero el criado no quiso más que un caballo y una bolsa de dinero, pues nada deseaba tanto como irse a ver mundo. Cumplido su deseo, se fue a viajar y cierto día llegó a un estanque donde vio tres peces cogidos entre las cañas, y que luchaban por desligarse. Aunque se dice que los peces son mudos, él les oyó quejarse por tener que perecer de modo tan miserable. Como tenía un compasivo corazón, el joven bajó de su caballo y sacando del apuro a los tres cautivos, los volvió a echar al agua. Ellos se estremecieron de gozo, levantaron las tres cabecitas del agua, y gritaron: — Recordaremos siempre que nos has salvado, y un día te recompensaremos. Volvió el joven a cabalgar, y, pasado un rato, le pareció oír una voz en el suelo, a sus pies. Se detuvo y escuchó la queja de la Reina de las hormigas: — Los hombres y sus animales podrían mirar por dónde andan. Un pesado caballete acaba de poner su herradura sobre un gran número de súbditos míos, del modo más desconsiderado. El joven hizo tomar a su caballo por otro sendero, y la Reina de las hormigas gritó: — Lo recordaremos siempre y un día te recompensaremos. El camino le llevó hasta un bosque, donde vio un par de cuervos, que estaban en el nido, diciendo a sus hijos: — Tenéis que decidiros a volar, perezosos. No podemos manteneros por más tiempo. Ya sois bastante mayores para valeros por vosotros mismos. Los pobres pajarillos cayeron al suelo, agitando sus alas y gritando: — ¡Pobres de nosotros! ¿Cómo podremos buscar nuestro sustento, si aun no podemos volar? Tendremos que morir de hambre. El joven se apeó, mató su caballo con su espada y dejó que el cadáver fuese comido por los jóvenes cuervos. Éstos le siguieron largo rato, gritando: — Nos acordaremos siempre y un día te recompensaremos. Ahora no tenía otro coche ni otro caballo que sus piernas, y andando, andando, llegó a una gran ciudad. En las calles había gran ruido y animación, y un heraldo lanzaba su proclama. — La hija del Rey busca esposo — decía. — Pero quien quiera aspirar a su mano, debe prestarse a una prueba difícil; y si no acierta a realizarla, pagará con la vida. Muchos jóvenes habían intentado la prueba, pero todos habían arriesgado sus vidas en vano. Cuando el joven vio a la Princesa, quedó tan prendado de su belleza, que olvidó todo peligro, y, pidiendo audiencia al Rey, se anunció como un nuevo pretendiente. Inmediatamente fue llevado a una playa, y, ante sus ojos, fue arrojada al mar una preciosa sortija de oro. Entonces el Rey le ordenó que fuese a buscar la sortija en las profundidades del mar, y añadió: — Si vuelves a tierra sin la sortija, serás de nuevo echado al mar hasta que perezcas entre las olas. Todos los que lo oyeron sintieron lástima del hermoso joven, pero le dejaron solo con su difícil tarea, en la playa. Estaba preguntándose cómo saldría del apuro, cuando, de pronto, vio tres peces que nadaban hacia él. No tardó en comprender que eran aquellos a quienes él había salvado la vida. El pez que iba en medio, llevaba una concha en la boca y la dejó en la arena a los pies del joven. Cuando éste la tomó en sus manos, y la abrió, encontró en ella la hermosa sortija. Loco de alegría la llevó al Rey, pidiéndole que cumpliera su promesa de darle a su hija. Pero la orgullosa Princesa, habiéndose enterado de que el joven había sido un sirviente, le desdeñó, y pidió que realizara otra prueba antes de otorgarle su mano. Le llevó consigo al jardín y allí esparció diez sacos de trigo entre la hierba. — Antes de que salga el sol, tienes que haber vuelto a llenar los sacos sin que falte ni un solo grano — le dijo. El joven paseaba tristemente por el jardín, preguntándose cómo podría realizar aquella prueba. Y como no veía posibilidad de lograr lo que la Princesa le había pedido, esperaba, esperaba, que llegase la hora de ser conducido a la muerte. Mas, en el momento en que el primer rayo de sol cayó sobre el jardín, vio a su lado los diez sacos llenos de trigo hasta arriba, sin que un solo grano se hubiera perdido. La Reina de las hormigas había trabajado toda la noche con miles y miles de sus súbditas y las agradecidas criaturas habían recogido el trigo y llenado los sacos. La Princesa llegó entonces al jardín, y vio, con asombro, que el joven había cumplido la tarea. Pero todavía no estaba satisfecho su orgulloso corazón, y dijo: — Si ha tenido poder para cumplir dos pruebas, no será mi esposo hasta que me traiga una manzana del árbol de la vida. El joven no tenía la menor idea de dónde se encontraba el árbol de la vida. Sin embargo, salió de palacio y anduvo, anduvo mientras sus piernas quisieron llevarle; pero sin la esperanza de hallar lo que la Princesa pedía. Cuando hubo caminado a través de tres reinos, pasó una noche por una selva obscura y se echó a dormir debajo de un árbol. Oyó ruido en las ramas y se despertó. Una manzana de oro pendía sobre su cabeza. Al mismo tiempo tres cuervos llegaron, volando, y se detuvieron en sus rodillas, diciendo: — cómos los tres cuervos a quienes salvaste la vida. Al hacernos mayores y saber que buscabas el árbol de la vida, volamos sobre el mar, hasta el fin del mundo, donde está el maravilloso árbol del cual te traemos uno de los frutos. El joven, entusiasmado, se detuvo en su viaje, tomó la manzana de oro y la llevó a la hermosa Princesa, quien, al verle tan valiente y poderoso, no tuvo excusa que dar y se casó con él. El joven y la Princesa partieron la manzana de la vida. La comieron juntos y el corazón de la Princesa rebosó de amor, y juntos vivieron felices hasta los cien años.

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