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Las Aventuras De Tom Sawyer


Enviado por   •  5 de Febrero de 2012  •  3.102 Palabras (13 Páginas)  •  1.000 Visitas

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tuvo que entregar la medalla de peltre que había lucido con ostentación durante algunos meses.

CAPÍTULO VII

Cuanto más ahínco ponía Tom en fijar toda su atención en el libro, más se dispersaban sus ideas. Así es

que al fin, con un suspiro y un bostezo, abandonó el empeño. Le parecía que la salida de mediodía no iba a

llegar nunca. Había en el aire una calma chicha. No se movía una hoja. Era el más soñoliento de los días

aplanadores. El murmullo adormecedor de los veinticinco escolares estudiando a la vez aletargaba el

espíritu como con esa virtud mágica que hay en el zumbido de las abejas. A lo lejos, bajo el sol llameante,

el monte Cardiff levantaba sus verdes y suaves laderas a través de un tembloroso velo de calina, teñido de

púrpura por la distancia; algunos pájaros se cernían perezosamente en la altura, y no se veía otra cosa

viviente fuera de unas vacas, y éstas profundamente dormidas.

Tom sentía enloquecedoras ansias de verse libre, o al menos de hacer algo interesante para pasar aquella

hora tediosa. Se llevó distraídamente la mano al bolsillo y su faz se iluminó con un resplandor de gozo que

era una oración, aunque él no lo sabía. La caja de pistones salió cautelosamente a la luz. Liberó a la

garrapata y la puso sobre el largo y liso pupitre. El insecto probablemente resplandeció también con una

gratitud que equivalía a una oración, pero era prematura; pues cuando emprendió, agradecido, la marcha

para un largo viaje, Tom le desvió para un lado con un alfiler y le hizo tomar una nueva dirección.

El amigo del alma de Tom estaba sentado a su vera, sufriendo tanto como él, y al punto se interesó

profunda y gustosamente en el entretenimiento. Este amigo del alma era Joe Harper. Los dos eran uña y

carne seis días de la semana y enemigos en campo abierto los sábados. Joe sacó un alfiler de la solapa y

empezó a prestar su ayuda para ejercitar a la prisionera. El deporte crecía en interés por momentos. A poco

Tom indicó que se estaban estorbando el uno al otro, sin que ninguno pudiera sacar todo el provecho a que

la garrapata se prestaba. Así, pues, colocó la pizarra de Joe sobre el pupitre y trazó una línea por el medio,

de arriba abajo.

-Ahora -dijo-, mientras esté en tu lado puedes azuzarla y yo no me meteré con ella; pero si la dejas irse y

se pasa a mi lado, tienes que dejarla en paz todo el rato que yo la tenga sin cruzar la raya.

-Está bien; anda con ella... aguíjala.

La garrapata se le escapó a Tom y cruzó el ecuador. Joe la acosó un rato y en seguida se le escapó y

cruzó otra vez la raya. Este cambio de base se repitió con frecuencia. Mientras uno de los chicos hurgaba a

la garrapata con absorbente interés, el otro miraba con interés no menos intenso, juntas a inclinadas las dos

cabezas sobre la pizarra y con las almas ajenas a cuanto pasaba en el resto del mundo. Al fin la suerte

pareció decidirse por Joe. La garrapata intentaba éste y aquél y el otro camino y estaba tan excitada y

anhelosa como los propios muchachos; pero una vez y otra, cuando Tom tenía ya la victoria en la mano,

como quien dice, y los dedos le remusgaban para empezar, el alfiler de Joe, con diestro toque, hacía virar a

la viajera y mantenía la posesión. Tom ya no podía aguantar más. La tentación era irresistible; así es que

estiró la mano y empezó a ayudar con su alfiler. Joe se sulfuró al instante.

-Tom, déjala en paz -dijo.

-Nada más que hurgarla una miaja, Joe.

-No, señor; eso no vale. Déjala quieta.

-No voy más que a tocarla un poco.

-Que la dejes, te digo.

-No quiero.

-Pues no la tocas... Está en mi lado.

-¡Oye, tú, Joe! ¿Y de quién es la garrapata?

-A mí no me importa. Está en mi lado y no tienes que tocarla.

-Bueno, pues ¡a que la toco! Es mía y hago con ella lo que quiero. Y te aguantas.

Un tremendo golpazo descendió sobre las costillas de Tom, y su duplicado sobre las de Joe; y durante un

minuto siguió saliendo polvo de las dos chaquetas, con gran regocijo de toda la clase. Los chicos habían

estado demasiado absortos para darse cuenta del suspenso que un momento antes había sobrecogido a toda

la escuela cuando el maestro cruzó la sala de puntillas y se paró detrás de ellos. Había estado contemplando

gran parte del espectáculo antes de contribuir por su parte a amenizarlo con un poco de variedad. Cuando se

acabó la clase a mediodía Tom voló a donde estaba Becky Thatcher y le dijo al oído:

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-Ponte el sombrero y di que vas a casa; cuando llegues a la esquina con las otras, te escabulles y das la

vuelta por la calleja y vienes. Yo voy por el otro camino y haré lo mismo.

Así, cada uno de ellos se fue con un grupo de escolares distinto. Pocos momentos después los dos

...

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