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Reseña Aura Y Sus Auroras


Enviado por   •  9 de Noviembre de 2013  •  8.274 Palabras (34 Páginas)  •  299 Visitas

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Autor: José María Vargas Vila

Titulo de la obra: Aura ó las violetas

Ciudad de edición: Barranquilla, Atlántico

Editorial: Panamericana

Fecha de emisión: abril 06 de 2012

Numero de páginas:

Reseñado por: Luis Javier Solano Polo

Descorrer el velo temblorosa con que el tiempo oculta a nuestros ojos aquellos parajes encantados de la niñez; aspirar las brisas embalsamadas de las playas de la adolescencia; recorrer con el alma aquella senda de flores, iluminada primero por los ojos cariñosos de la madre, y luego por las miradas ardientes de la mujer amada; traer el recuerdo de las primeras tempestades del corazón, las primeras borrascas del pensamiento, los primeros suspiros y las primeras lagrimas de la pasión, es un consuelo y un alivio en la adversidad.

Primer amor! Encanto de la vida, alborada de la felicidad, los rayos de tu luz no mueren nunca. Corona encantadora de la niñez, formada con las primeras flores que brota el alma, acariciada por los halitos de la inocencia! El tiempo las marchita, y decolora después, pero las hojas mustias de sus flores, los rayos amortecidos de aquella aurora, las claridades de aquella edad en que vaga aérea y vaporosa la imagen de una mujer, envuelta entre las gasas de la infancia; aquellos recuerdos y aquella historia, son la mas bella herencia de la vida.

Al volver los ojos al pasado hay seres tan íntimamente ligados a las escenas mas interesantes de nuestra vida, que marcan en la memoria las huellas de su existencia, con caracteres indelebles y señalan épocas, días y horas que se levantan fijos como fantasmas, en la neblina oscura de otro tiempo crudo, mostrando las jornadas que nuestra planta vacilante, incierta, de viaje siempre a las regiones desconocidas de la eternidad, no ha de volver a repasar jamás. Tales han sido las violetas para mí. Su presencia me despierta tantos recuerdos, su perfume atrae a la memoria tantas ilusiones perdidas, que cada una de ellas me parece una estrofa arrancada de aquel poema, cuyos primeros cantos formaron la aurora de mi vida vida.

Catorce primaveras contaba yo aquel día. Esta frente que ven palidecida y angustiada, era entonces tersa, despejada y serena. Estos ojos que han enturbiado después de las lágrimas de la desesperación y los insomnios de pesar, eran grandes y negros, abiertos y soñadores. Esta caballera en la cual despuntan hoy delgados hilos de plata, como un pago anticipado del invierno del dolor al invierno de la edad, era entonces negra rizada y abundante. Estos labios amargamente plegados hoy por la decepción, sonreían con esa ingenua franqueza con que un alma de catorce años sonríe a la mañana de la vida. Mi alma era pura como la sonrisa de una madre, y mi corazón inocente como la mirada de un niño.

El sol descendía lánguidamente al ocaso, y sus últimos fulgores iluminaban la naturaleza con esa luz melancólica y tibia con que el astro rey se despide de aquella parte de la tierra que empieza a dormirse en los brazos de la sombra, heladas por los besos de la noche. Las nubes vagaban desgarradas en el firmamento, semejando copos de níveo vellón y mas encendidas al occidente, parecían con los resplandores de la luz moribunda, las últimas llamaradas de un incendio lejano. Era la hora del crepúsculo, en que las aves se recogen al nido, teniendo sobre el las alas entreabiertas; en que las flores de noche abren sus cálices pálidos al primer resplandor de los luceros, cual si fueran las almas de las muertas vírgenes que vienen al silencio de la noche a recibir los besos que sus amantes les mandan con rayos de luz desde el espacio. Esta hora en que la naturaleza toda, al compas de las palmas que se mecen, de las palomas que se quejan, de las olas que ruedan, de los murmullos que gimen, y viendo levantarse la luna silenciosa en el oriente, como una hostia sostenida en el espacio por las manos de un sacerdote invisible que parece murmurar con todos aquellos acordes, una plegaria a su creador.

El huerto de la paterna estancia, estaba lleno de perfumes; las brizas murmuraban tristemente, como los acordes de un arpa desconocida, pulsada con el silencio de aquellos campos por el genio de la soledad. El cielo estaba sereno, despejado como nuestra conciencia de niños; las flores se inclinaban temblorosas a nuestro paso; los viejos arboles que nos habían visto crecer cerca de ellos, parecían brindarnos el toldo de su anciana vestidura para cobijar nuestros amores, y las aves asomaban su cabeza fuera del nido para vernos pasar, levantando un gorjeo débil, cual si estuvieran celosas de nuestra felicidad.

Así se habían pasado los primeros años de nuestra infancia, sencillos y puros como la vida de las aves que gorjeaban sobre nuestras cabezas, inocente y amable como la de los niños pastores de las tribus bíblicas.

Después un poco mas crecidos, el corazón y la mirada, los suspiros y los anhelos infinitos nos hicieron comprender que nos amábamos, y despertamos a un mundo nuevo; entre los himnos de aquella naturaleza, virgen como nosotros, los cantos de aquellas aves, los murmullos de aquellas fuentes, el esplendor de aquel cielo bellísimo y la galana exuberancia de aquella vegetación tropical, como debieron despertar adán y Eva a los primeros rayos del sol y a las primeras sensaciones de la pasión, entre todas las armonías, la luz, y la belleza del paraíso .

Desde entonces comprendimos el amor, y ya nuestros ojos se buscaban con insistencia, cada una de nuestras sonrisas era una promesa, y cada una de nuestras palabras era una confusión. Buscábamos la soledad, por que el mundo nos era importuno, y nos entregábamos a esos ratos de dulce melancolía en que parece que las almas de los amantes se desprenden de sus cuerpos y alzando el vuelo juntas dos cual palomas que dejan el nido; buscando regiones mas serenas donde poder hablarse en tiernísimo coloquios de aquel amor que forma su aventura.

Así se deslizaba nuestra vida, mansa y feliz como un rumor en la soledad, como una honda en el lago como un murmullo en el viento. Éramos dos almas gemelas ensayando el vuelo en el nativo bosque, dos olas jugueteando en el remanso azul de un mismo rio, dos lagrimas de la aurora en el cáliz de una misma flor; dos lirios nacidos y enlazados a la ribeza de una misma fuente pero, ¡ay! Pronto la tempestad debía rugir sobre nosotros; el nido de nuestra felicidad debía caer al suelo y separados tristemente, iríamos a consumirnos al dolor de la ausencia.

Al saber que era la última vez que debíamos vernos en mucho tiempo; que al día siguiente partiría para Bogotá, donde mis parientes me reclamaban

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