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Ninguna Eternidad Como La Mia


Enviado por   •  21 de Octubre de 2013  •  8.040 Palabras (33 Páginas)  •  280 Visitas

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Ángeles Mastretta

Ninguna Eternidad Como La Mía

Temas Editorial

© Ángeles Mastretta.

Derechos para el Cono Sur.

©Temas Grupo Editonal SRL, 1998.

Talcahuano 1293 piso 1º. B

1094-Buenos Aires, Argentina

Tel: 813.9334 y rotativas / Fax: 813.5403

E-mail: scarfi@impsatl.com.ar

Diseño de cubierta e interiores: Diego Barros

Impreso en Argentina por Indugraf.

Printed in Argentina.

1ª edición, noviembre 1998.

2° edición, diciembre 1998.

ISBN 987-9164-25-3

cc. 9789879164259

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso escrito de la Editonal.

Ninguna eternidad como la mía

Isabel Arango creció intensa y desata¬da como el olor del café. Había nacido un catorce de marzo, cerca de la estación de trenes de un puerto azul al que desembo¬caba el inmenso río Papaloapan. La ma¬ñana de ese día su madre sintió llegar, junto con los avisos del parto, la primera lluvia de unas nubes que trajeron a la zo¬na el ciclón más fiero que pudo caber en la memoria de aquel pueblo. Llamado de urgencia, su padre caminó bajo el agua las tres calles que separaban su casa de la tienda de mercancías varias en la que se ganaba la vida.

Empapado y febril cruzó el patio y al¬canzó la escalera para correr hasta el cuarto en que su mujer paría sin alardes a uno más de sus vástagos. Habían teni¬do cuatro varones durante los pasados cinco años, la niña llegó por fin haciendo más ruido que ninguno de sus hermanos.

Mientras abría los ojos al mundo de agua que todo lo rodeaba, en la estación del ferrocarril el viento arrancó los techos que cubrían a los viajeros en espera de un tren cuyos vagones quedaron volcados fuera de las vías. Un ruido de diablos caí-do del cielo estremeció el crepúsculo y no dejó de llover en tres semanas.

Todo aquel barullo no fue sino el inicio de la inquieta y jaranera niñez de Isabel

Arango, la quinta hija de un matrimonio de emigrantes asturianos que, trabajando a la par, había conseguido hacerse de la tienda más ecléctica de un puerto en el Atlántico. Lo mismo vendían sardinas que libros de mecánica, novelas, jamón de jabugo, queso manchego, listones, ha¬rina, chiles, bacalao, y pan para judíos, cristianos y descreídos. Nunca una pana¬dería había dado tantísima variedad de panes y jamás una tienda de comida se había atrevido con tal descaro y buen or¬den a dar albergue a un estante con li¬bros, pero aquel era un puerto capaz de libertades y mezclas como no hubo en el país otro mejor.

Jugando como un niño y odiando la costura como una niña, Isabel aprendió lo esencial en una escuela del gobierno que cambió de ideas y reglamentos tan¬tas veces como cambiaron los gobiernos entre 1908 y 1917, año este último en el que se dio al país una nueva Constitución Política y a Isabel un certificado de ense-ñanza media. Lo que siguió fueron las mañanas ayudando a sus padres en la tienda y las tardes para leer y bailar.

Tenía Isabel un gusto por la danza muy raro en aquellas latitudes. Sin embargo, había dado con una exiliada rusa que gas¬taba sus horas bailando y que en dos años le enseñó cuanto sabía y la ayudó a colocarse entre ceja y ceja la certidumbre de que nada haría mejor en la vida que ser bailarina. Así las cosas, no hubo nadie capaz de interponerse entre ella y su afán de ir a estudiar a la ciudad de México. Un año de ruegos diarios convenció a sus pa¬dres de que entre ellos y la contumacia de su hija debía haber todo menos un abismo. Así que le buscaron lugar en la casa de huéspedes de una mujer con la que habían hecho amistad, cuando ella y su marido pasaron una temporada en el puerto. Se había quedado viuda y mante¬nía su casa frente al parque de Chapultepec dando albergue a quien su entraña le aconsejaba que merecía tal confianza. En cuanto supo que la hija de los Arango quería vivir en México, escribió ponién¬dose a las órdenes de la familia y pidien¬do que desde ya la niña y sus padres con¬sideraran suya la casa en que ella tenía viviendo más de treinta años.

Desde que Isabel era niña, sus herma¬nos jugaban a bajarle el aroma desatado con un poco de leche y todavía su padre fue a la estación del tren cargando un va¬so con algo de la ordeña matutina para intentar que ella la bebiera antes de irse, pero Isabel tuvo la precaución de no to¬carlo, porque temía flaquear frente a los ojos de animal abandonado que su padre ocultaba mirando al frente como si algo se le hubiera perdido en el infinito.

—¿Qué se te pudo ir tan lejos? —le preguntó su madre—. ¿Por qué no te quedas a vivir y a tener hijos en paz?

—¿Para qué luego me dejen como yo a ustedes? —le contestó Isabel.

Después la abrazó unos minutos largos y cuando la soltó cruzó los brazos espe¬rando la bendición de todos los días. Su madre creía en el Dios de los cristianos con la misma fe con que hubiera creído en el de los chinos, si china hubiera sido y no asturiana. Así que le puso la mano en la frente y luego la bajó hasta su pe¬cho para terminar de persignarla en si¬lencio. Entonces ella volteó a ver a su pa¬dre y le guiñó un ojo.

—Siempre has hecho lo que se te ha pegado la gana, no veo por qué me sor-prendo ahora —dijo él mientras la abrazaba como si quisiera acunarla igual que la primera noche de sus vidas bajo el ci¬clón—. Vete con paz. Te queremos, ya lo sabes.

Isabel

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