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Frutos Del Espiritu


Enviado por   •  2 de Septiembre de 2011  •  10.871 Palabras (44 Páginas)  •  2.402 Visitas

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LOS FRUTOS DEL ESPIRITU SANTO.

MADURAN EN EL ARBOL DE LA GRACIA,

QUE TIENE SUS RAICES EN NUESTRO CORAZON

Por varios autores.

La nuestra es una vocación de plenitud, de frutos sabrosos de santidad. Convertidos en hijos de Dios por el Bautismo, recibimos el Espíritu Santo que es «Señor y dador de vida», vida incontenible que desborda en virtudes, dones y frutos. Las virtudes infusas nos hacen actuar sobrenaturalmente juzgando las cosas a la luz de Dios y movidos sólo por la fe. Los dones, a su vez, abren el alma a las inspiraciones divinas, a impulsos santos que se traducen en gracias actuales. Tanta riqueza derramada sobre nosotros, busca un sólo fin: «Eres huerto cerrado, hermana mía, novia; tus brotes, un paraíso de granados con frutos exquisitos.» Esos frutos tienen dueño: «Entre mi Amado en su huerto y coma de sus frutos exquisitos.» Exquisitos porque son el comienzo y el fin de una predilección de Dios: «Os he elegido para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca (Jn 15,16). Santo Tomás ve los frutos como una quinta esencia, como «los últimos y deleitables productos - ¡casi se pueden tocar!-, de la acción del Espíritu Santo en nosotros». El fruto es proclamación de la raíz: consecuencia final. Nacen del hondón del alma pero deben crecer, dar flores, madurar y derramar su gota de almíbar como llanto de gloria por la semilla que supo morir. De algo estamos todos seguros: cualquier fruto hace más evidentes los pasos que van de Dios a mí que los que van de mí a Dios. Nos desborda gratuitamente su gracia porque nos quiere para el: «Sed santos, como Yo soy Santo».

AMOR, el fruto que nos da a Dios mismo.

José María Baz, S.L.

Lo importante no es recibir el Espíritu Santo, sino vivir todos sus frutos y así comunicar vida. Cuando la Iglesia primitiva sintió necesidad de servidores que liberaran a los Apóstoles de las preocupaciones más inmediatas, eligieron a siete varones «llenos» del Espíritu Santo (Hch 6). Y cuando S. Pablo habla de la vida en el Espíritu nos da tres fórmulas para conservarla: 1) «no extingáis el Espíritu» (I Tes 5,19); 2) «no entristezcáis al Espíritu de Dios con el que fuisteis sellados para el día de la Redención» (Ef 4,30); 3) «llenaos del Espíritu Santo» (Ef 5,18).

Los frutos que produzcamos no serán el resultado de nuestro esfuerzo sino de la fe, de la acción de Dios en nosotros, de que hemos dejado obrar al Espíritu. La historia de cada cristiano tendría que ser la manifestación creciente del Espíritu Santo que nos llena, ilumina, fortalece, sostiene e impulsa al AMOR, que es la tercera Persona de la Santísima Trinidad.

COMO UNA SINFONÍA. - Unos frutos perfeccionan al alma en sí misma: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la afabilidad. Otros se refieren a nuestras relaciones con el prójimo: la bondad, la fe, la mansedumbre, la templanza. Todos forman como una sinfonía cuya melodía es el AMOR (I Cor 13,4-7).

El AMOR es el FRUTO, el mismo Espíritu Santo, que se «manifiesta» a través de la amabilidad, la bondad y la paciencia; que tiene como «signos» la alegría y la paz, y que exige unas «condiciones» para manifestarse: la fidelidad, la mansedumbre y el dominio de sí mismo.

EL ESPÍRITU y LA CARNE. - Dios ha sido quien ha sembrado y plantado en nosotros la «semilla» del Espíritu Santo, de la Gracia. Y Él mismo la regó con el «agua viva» del Bautismo, abonándola con su «sangre». Ahora espera los «frutos». Somos, pues, árboles buenos, sembrados por Dios y estamos llamados a producir frutos buenos. Pero Satanás también ha sembrado su semilla: la cizaña del pecado. Y espera sus frutos (Gal 5,19-21).

Esta doble sementera y sus frutos contrapuestos es lo que hace decir a S. Pablo (Gal 5,22-23) que hay en nosotros una lucha entre el Espíritu y la carne. El AMOR, el «fruto» raíz del Espíritu Santo, es el que debe manifestarse en nuestra vida.

Su Amor ha puesto en nuestra alma, dones y carismas (exteriores y que pasan) y espera los «frutos» (interiores y permanentes). Estos son los que manifiestan nuestra santidad, que no consiste sólo en huir del pecado, en suprimir la cizaña, en no actuar según la carne, sino en «llevar frutos» de vida eterna, puesto que somos sarmientos de la Vid que es Cristo. Así la presencia del Espíritu no es sólo para causar asombro, admiración, ni tampoco para acomplejar a nadie sino para «fructificar» en servicio y amor al prójimo.

La condición para que aparezcan los «frutos» será dejarse podar y limpiar de todo desorden, para que muera el «yo» carnal y viva en plenitud el «yo» espiritual. Tanto más abundantes serán los «frutos» cuanto la rama se deje más fácilmente cortar, limpiar y fortalecer por el Viñador (Jn 15,2).

EL AMOR, PRIMER FRUTO DEL ESPÍRITU SANTO. - EI primer fruto del Espíritu Santo es Él mismo, que es el Amor infinito del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Este Amor es el «que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). Por tanto, quien nos da el Espíritu Santo nos da el Amor, que es Dios mismo (1 Jn 4,7). ¿Es posible dar más?

Y este Amor, que no es fruto de mi esfuerzo ascético, es el don gratuito por excelencia, el aleteo del Espíritu al que tenemos que reconocer en nosotros y dejar que nos invada y se abra paso a través de nuestros egoísmos y prejuicios; que se manifieste después en palabras y gestos, en ayuda y entrega a los demás.

El Amor viene de Dios, hace presente a Dios, es Dios en nosotros. Y como Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, podemos decir que el primer fruto del Espíritu se manifiesta a través de Cristo, que vive en nosotros y ama en nosotros. Por tanto, recibimos de quienes amamos, el amor que nosotros, en su nombre, les tenemos. Nos amamos con el mismo Amor único que viene de Él y va a Él, con el Espíritu Santo que hemos recibido en el Bautismo.

Cristo se ama a sí mismo en nosotros, por nosotros y a través de nosotros, como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se aman en ellos y entre ellos. San Agustín nos dice que «Cristo se ama a sí mismo, hace nacer en mí el Amor que llega a ti y hace que yo ame en ti a Cristo que habita en mí».

DOS IMÁGENES DE ESTE AMOR. - La imagen perfecta del Padre es el Verbo, la segunda Persona de la Trinidad, que, hecha hombre, es Jesús de Nazaret. Si Dios es Amor, su imagen también lo es. Por eso el fruto primero del Espíritu Santo en nosotros será reflejar a Jesús: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10,30); «El Padre está en Mí y Yo en el Padre» (Jn 10,38);

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