ClubEnsayos.com - Ensayos de Calidad, Tareas y Monografias
Buscar

Capitulo 11 Cazadores De Microbios


Enviado por   •  11 de Mayo de 2014  •  6.037 Palabras (25 Páginas)  •  1.311 Visitas

Página 1 de 25

Con la fiebre amarilla fue distinto, no hubo disputas.

Todo el mundo está de acuerdo en que Walter Reed, jefe de la Comisión para el

estudio de la fiebre amarilla, era un hombre cortés e intachable, indulgente y lógico;

no cabe la menor duda de que tuvo que arriesgar vidas humanas, sencillamente

porque los animales no contraen esta enfermedad.

También es cierto que el ex leñador James Carroll estuvo dispuesto a arriesgar su

vida para comprobar la teoría de Reed, que tampoco se perdía en sentimentalismos

cuando se trataba de arriesgar la vida de otros para comprobar una afirmación suya

que podía ser no trascendental.

Todos los cubanos que fueron testigos oculares de los hechos, están de acuerdo

en afirmar que los soldados norteamericanos que se ofrecieron voluntariamente como

conejillos de Indias para los experimentos, demostraron un valor poco común. Todos

los norteamericanos que también se encontraban en Cuba en aquella época, están

seguros que los inmigrantes españoles que se prestaron como conejillos de Indias

para las pruebas, no fueron valientes, sino ambiciosos, pues ¿acaso no recibieron

doscientos dólares cada uno en pago a sus esfuerzos?

Podríamos declarar que la suerte fue demasiado cruel con Jesse Lazear, pero él

tuvo la culpa. ¿Por qué no se sacudió del dorso de la mano aquel mosquito, en lugar

de dejarlo que se inflara de sangre? Además, el destino ha sido benévolo con su

memoria: en su honor, el gobierno de Estados Unidos ha dado el nombre de Lazear a

una de las baterías de la bahía de Baltimore, y con su viuda ha sido más que generoso

¡pues le concedió una pensión anual de mil quinientos dólares! Así pues, en la historia

de la fiebre amarilla no hay discusiones; por eso es agradable contarla. Pero aparte de

esto, es absolutamente necesario divulgarla, porque constituye la reivindicación de

Pasteur, que por fin podrá decir al mundo desde su tumba: «Ya lo había dicho yo»;

pues resulta, que en 1926 apenas si queda en el mundo veneno de la fiebre amarilla

suficiente para cubrir la punta de seis alfileres, y dentro de pocos años no quedará

sobre la tierra la menor traza de virus; se habrá extinguido tan completamente como

los dinosaurios, a no ser que a Reed se le haya escapado algún detalle en los

admirables y espeluznantes experimentos que llevó a cabo con los inmigrantes

españoles y los soldados norteamericanos.

La extinción de la fiebre amarilla fue obra de la gran lucha conjunta sostenida por

una camarilla extraña. La inició un viejo muy singular, adornado con amplias patillas,

el doctor Carlos Finlay, quien hizo una conjetura estupendamente acertada, a pesar

de que como experimentador era un chambón, y de que todos los cubanos y médicos

eminentes le tenían por un teórico chiflado.

Lo cierto es que todo el mundo sabía exactamente cómo combatir la fiebre

amarilla, aquella plaga terrorífica, pero todos y cada uno diferían en el método. Unos C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s P a u l d e K r u i f

103

decían: hay que fumigar las sedas, telas y objetos pertenecientes a las gentes, antes

de que abandonen las ciudades infectadas de fiebre amarilla; otros opinaban: eso no

basta, hay que quemarlas, enterrarlas, destruirlas por completo, antes de que puedan

entrar en las ciudades donde no haya fiebre amarilla. También había quien

recomendaba no estrechar la mano a los amigos cuyas familias estaban atacadas de

fiebre amarilla, y, más allá, alguien sostenía que al hacerlo no se corría ningún riesgo;

era preferible quemar las casas donde se hubieran dado casos de fiebre amarilla: no,

bastaba fumigarlas con vapores sulfurosos. Pero en este mar de opiniones, tanto en

América del Norte, como en la del Centro y en la del Sur, todos estaban de acuerdo,

desde hacía más de dos siglos, en un punto: cuando los habitantes de una ciudad

empiezan a ponerse amarillos, a docenas, a cientos, y a tener hipo y vómitos negros,

lo único que cabe hacer es abandonar apresuradamente la ciudad, porque el asesino

amarillo tiene el poder de atravesar los muros, de deslizarse por el suelo, de aparecer

repentinamente tras las esquinas, y hasta de cruzar el fuego; puede morir y resucitar

de los mismos muertos.

Después de que todo el mundo, incluso los mejores médicos habían luchado

contra este asesino, con los métodos más contradictorios imaginables, la fiebre

amarilla seguía matando, hasta que de pronto se hastiaba de matar. En América del

Norte esto siempre ocurría con las primeras heladas de otoño.

Hasta ahí llegaban los conocimientos científicos de la fiebre amarilla, en 1900.

Pero de entre las grandes patillas del doctor Finlay, en La Habana, salía su voz que

clamaba

...

Descargar como (para miembros actualizados)  txt (35.9 Kb)  
Leer 24 páginas más »
Disponible sólo en Clubensayos.com