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Cartas Amaria Elena


Enviado por   •  14 de Noviembre de 2011  •  1.615 Palabras (7 Páginas)  •  758 Visitas

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Conocí a María Elena hace ya varios años. Ella fue mi alumna en uno de los tantos cursos de literatura que tuve a mi cargo en casi dos décadas como profesor. Era callada y tímida, amable y respetuosa, tenía la habilidad de pasar desapercibida y, durante algunas semanas, no dio muestras de un mayor interés por la materia, aunque no solo cumplía con los ejercicios y las redacciones sino que lo hacía de manera destacada.

Yo tenía la costumbre de empezar cada una de mis clases leyéndoles a mis alumnos un poema. Iba, sin otro orden que mis preferencias y mi ánimo, atravesando arbitrariamente la historia de la poesía. Algunas obsesiones me perseguían y pronto mis viejos estudiantes le avisaban a las promociones siguientes cuáles eran. Borges estaba (está) en la cumbre de todos, su poesía la leí tanto y hubo poemas suyos que repetí con tanto entusiasmo que algunos de mis alumnos aún hoy se los saben de memoria. Después, el Romancero y el Siglo de Oro y, también, las dos maravillosas generaciones españolas: la del 98 con los Machado, y la del 27 con Lorca y Hernández, esos monumentos. De América, los fundadores González Prada, Martí, Chocano, Darío y Vallejo.

Esos cinco minutos no eran otra cosa que repetir con ellos lo que mi padre hizo por años en la mesa familiar. Abrir un libro de poemas, buscar al vuelo aquel que tenía la marca que lo señalaba como especial y leerlo con esa voz pausada, con esa tranquilidad, con ese tiempo que le daba el espacio y la cadencia suficientes para apoderarse de nuestra atención. Así lo hacía mi padre con nosotros, así lo hacía yo con mis alumnos.

Una mañana, repasando la clásica Antología de la poesía peruana que Alberto Escobar publicara en la década del sesenta, me topé con Juan Gonzalo Rose, un exquisito poeta de la llamada "Generación del 50" y, en especial, con un poema suyo que siempre le llamaba la atención a mis alumnos, "Las cartas secuestradas". Leí el poema, todos guardaron silencio y luego estuvimos conversando un rato de las diferencias que había entre las viejas cartas y los modernos correos electrónicos. Fue tan interesante el intercambio de opiniones que dediqué toda la clase a explicar qué era una carta, cuáles sus elementos y cuál había sido mi experiencia personal escribiéndolas y recibiéndolas en mi juventud. La tarea de esa tarde fue muy sencilla, tenían que escribir una carta. El destinatario y el tema eran libres, sencillamente había que expresarse en ese formato tomando en cuenta que ni sería leída de inmediato ni tendría una respuesta inmediata.

Al día siguiente fue muy divertido escuchar la lectura de mis alumnos, algunos le escribieron a sus padres, otros a la Divinidad, un grupo de chicas a sus artistas favoritos, un buen número de muchachos a los futbolistas de moda y no faltó la siempre socorrida carta a Papá Noel. Era un grupo muy creativo y fue una jornada realmente amena. Solo me llamó la atención que María Elena, que siempre realizaba magníficos trabajos, se disculpara diciendo que había entrenado toda la tarde y que le había sido imposible cumplir con la tarea. Iba a empezar con el "largo discurso sobre la adecuada distribución del tiempo en los jóvenes" cuando la campana dio por terminadas las clases. Los alumnos me miraron con rostros compungidos temerosos de perder quince minutos de su tarde y yo, débil al fin, los liberé de la tarea de escucharme.

Todos se marcharon y María Elena, que generalmente salía rápido porque la esperaba la camioneta para ir a sus entrenamientos, se demoró revisando distraídamente unos papeles. Cuando la clase estuvo vacía se acercó a mi escritorio con un sobre en la mano y me lo entregó diciendo "lo siento, no pude leerlo en público". Inmediatamente, antes que yo pudiera decir algo, se marchó.

Abrí el sobre. Dentro de él había un papel escrito a mano con una caligrafía hermosa y una delicadeza emocionante. Allí me contaba quién era, qué hacía, qué deporte practicaba, qué cursos le gustaban más y cómo le tenía espanto a la matemática. Me hablaba de ella con la familiaridad de un amigo y me decía que le hubiera encantado tener un padre como el mío que le leyera poemas, que el suyo era muy bueno pero que, "como buen ingeniero, es muy práctico y está siempre ocupado". Terminaba diciendo que le había encantado el poema de Rose y que la llenaría de satisfacción, alguna vez, "ser ese cartero de los tristes para que también ellos puedan ser felices".

Nunca más se habló del tema. Ni ella lo mencionó ni yo lo saqué a relucir, pero desde aquel día no hubo ocasión que ella no aprovechara para pasar por mi clase, intercambiar algunas palabras, contarme algunas anécdotas y preguntarme por esto y por lo otro con una curiosidad infinita y unas ansias de saber tan nobles como inagotables.

Así pasó gran parte de ese año. Conversábamos,

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