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Cuentos Latino Americanos


Enviado por   •  23 de Octubre de 2013  •  1.965 Palabras (8 Páginas)  •  304 Visitas

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El recuerdo o la esperanza

Despertó asustada buscando, más que con sus manos, con su alma el cuerpo de Fernandito, le había costado dormirlo por la tos.

La puerta se había abierto con el viento, cómo le pegaba la soledad cuando se despertaba en la madrugada creyendo que había vuelto…

No pudo volver a conciliar el sueño, prendió una vela a la virgen de los ángeles y se sentó en la hamaca a meditar con profunda tristeza: la vida, más bien las circunstancias, le habían arrebatado la paz. Es que apenas habían pasado diez meses y no sabía si resignarse al recuerdo o mantener la esperanza.

Conoció a Ricardo siendo apenas una chiquilla, pero desde la primera vez que lo miró a los ojos se sintió mujer, fue en una fiesta patronal donde los presentaron, él era de aspecto maduro para su edad, moreno, de cejas pronunciadas y sus brazos dejaban notar el sin fin de laderas que había volcado con la pala, Dulce lo flechó con su sonrisa y con sus ojos que no necesitaban de palabras.

Maduraron las caricias y la moral se desbarató un día dejando a Dulce embarazada. Unos meses atrás la noticia hubiera sido una bomba pero, para asombro de ambos, nadie le prestó mayor importancia.

Por esos días habían llegado unos extranjeros gordinflones a negociar con la gente del pueblo, ofrecían cambiar fincas por casas y empleos en la ciudad, empleos de mierda, pero muchos se la creyeron, abandonando cultivos, trabajo digno y monte por un poco de suerte.

Ricardo le insistió a su padre que se quedaran, se enojaron, su madre tuvo que intervenir para que aquello no terminara en golpes, pero nada pudo hacer para que el cerrado de su esposo cayera en cuenta. La pareja de viejos se fue con un montón de familias que se creían pobres a convertirse en pobres de verdad.

El problema en el pueblo surgió meses después, cuando el monocultivo de los gordinflones empezó a afectar a los que se quedaron. Los comerciantes prefirieron los precios bajos de éstos, dejando al resto comiéndose sus papas o trabajando para los misters por salarios de limosna.

Ricardo empezó un alboroto, tomó primero la opinión del sacerdote, quien le aseguró que organizarse para defender a su gente no era ningún pecado. Se reunió con los vecinos dispuestos a reclamar. Poco duró la iniciativa, rapidito llegaron amenazas anónimas de acabar con quienes buscaran derechos. La mayoría dejó de asistir a los encuentros que se convirtieron en furtivos.

La mañana de la desaparición Dulce le besó la frente y mientras lo persignaba le dijo con ternura: “Ricardo, hoy cumple un año Fernandito, llegue temprano pa’ que comamos juntos”. Qué iba a saber él que no volvería, le asintió mientras le apretaba la sonrisa con un beso.

Susana Benavides Alpízar

San Vicente, Costa Rica.

Los titanes del tiempo

Se acercaba el tiempo de las luciérnagas en el aire, esas pequeñas luces que con las primeras lluvias dan la idea de ser chispas de fuego al extinguirse el incendio que quemaba la tierra en el verano.

La noche que no era noche delineaba figuras chinescas por el camino de tierra, de piedra, de polvo, de lodo. En el lento vaivén del alarido de un viento quejumbroso flotaba la frescura de un cielo estrellado, sin nubes, sin sombras. Cuando pasaba por el camino de pedregales el sonido se hizo grande, que cubría todo, que lo envolvía todo y el firmamento se movía como si viajara en barco. De pronto se sintió caer en un profundo abismo, sintió volar hacia atrás, de espaldas por un segundo sin fin.

El ladrido de un perro negro que dormía en el camino lo vino a despertar, era como alma de diablo que mostraba sus dientes blancos mientras pasaban Lila, una vieja mula acanelada, y él montado sobre ella casi dormido en el sueño del amanecer eterno.

¡Guau!, ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, guauuuu… ladraba el perro en tanto corría y regresaba como queriendo jugar a espaldas de la bestia, Lila seguía con su andar tranquilo como si también durmiera de tanto caminar. Don Encarnación se tocó la cintura para revisar si seguía ahí el machete que colocó con mucho cuidado al salir de su casa. Y tubo que sostenerse también el sombrero ancho para no caerse porque la mula despertó asustada, ya que se sintió caer de espaldas frente a la fuerza del ladrido de un lebrel pinto que se oponía a su camino.

-¡ShÍÍtT!, ¡chucho! –dijo, para apartar al animal del pasaje-. Silencio. Atrás quedó la granja de los frailes y sus fieros guardianes caninos.

-¡Mercado central!, ¡mercado central!, ¡vamos madre!, ¡llega, llega! Con las primeras luces sonaban las bocinas como reses para el matadero, docenas de canastos y sacos con plumas, frutos, verduras y hortalizas eran cargados al camión donde viajaría Ña Candelaria. Bajo la luz de las estrellas y luceros pálidos florecía un verdadero mercado terrestre, casi acuoso por el vapor de las tazas de café que servían unas mujeres prietas a los camioneros rechonchos y malhumorados. Cestos con gallinas, patos, pavos; limón, toronja, chile, tomate, cebolla; calabazas, porotos y maíz.

En la alforja fósforos, ocote, pixtones, sal, chile, agua. La oscuridad palidecía como hombre que se asusta y que dormido enflaquece y despierto muere. La aurora aparecía tímida y ligera detrás de cerros con dioses seculares. El canto del cenzontle lloraba agua, y el hombre con su mula llegaba al monte, para trabajar la tierra sagrada y benévola, que generosa da a su tiempo la espiga que es la madre del pan, y el maíz, padre del hombre americano. El sol pintaba el horizonte con sus rayos de luz, mula y hombre eran como sombras en ese paisaje de oro. Los brazos y piernas reumáticos de tanto labrar la tierra comenzaron su larga faena. Olía a tierra seca.

Doña Candelaria, mujer vieja y paciente como su esposo, llevó a vender miltomates verdes, gallinas amarillas y conejos blancos

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