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El Gato Con Botas


Enviado por   •  1 de Julio de 2011  •  1.434 Palabras (6 Páginas)  •  1.488 Visitas

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EL GATO CON BOTAS

Un molinero dejó como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su

gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al

notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio.

El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro, y al menor le tocó

sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:

—Mis hermanos, decía, podrán ganarse la vida convenientemente trabajando

juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito

con su piel, me moriré de hambre.

El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en

tono serio y pausado:

—No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y

un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra

herencia no es tan pobre como pensáis.

Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto

dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los

pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de

verse socorrido por él en su miseria.

Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la

bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se

dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su

saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún

conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su

hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado,

cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el

maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.

Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron

subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia

ante el rey, y le dijo:

—He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor marqués de Carabás (era

el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte.

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—Dile a tu amo, respondió el rey, que le doy las gracias y que me agrada

mucho.

En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y

cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en

seguida a ofrendarlas al rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El

rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de

beber.

El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al

rey productos de caza de su amo. Un día supo que el rey iría a pasear a orillas

del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo:

—Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que

bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás.

El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría.

Mientras se estaba bañando, el rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con

todas sus fuerzas:

—¡Socorro, socorro! ¡El señor marqués de Carabás se está ahogando!

Al oír el grito, el rey asomó la cabeza por la portezuela y reconociendo al gato

que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran

rápidamente a socorrer al marqués de Carabás. En tanto que sacaban del río al

pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al rey que mientras su

amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber

gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido

debajo de una enorme piedra.

El rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en

busca de sus más bellas vestiduras para el señor marqués de Carabás. El rey le

hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su

figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del rey lo encontró muy de su

agrado; bastó que el marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas

sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada.

El rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato,

encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo

encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:

—Buenos segadores, si no decís al rey que el prado que estáis segando es del

marqués

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