El Medico De Los Muertos
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El médico de los muertos
Publicado el 5 septiembre, 2012 por Igor Castillo
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Por Julio Garmendia
DURANTE MUCHÍSIMOS AÑOS, el pequeño cementerio había sido un
verdadero lugar de reposo, dentro de sus amarillentos paredones, detrás
de la herrumbrosa y alta puerta cerrada. Algunos árboles, entretanto,
habían crecido; se habían vuelto coposos y corpulentos; al mismo tiem-
po, la ciudad fue creciendo también; poco a poco fue acercándose al
cementerio, y acabó, finalmente, por rodearlo y dejarlo atrás, enclavado
en el interior de un barrio nuevo. Los muertos, dormidos en sus fosas,
no se dieron cuenta de estos cambios, y siguieron tranquilos algunos
años más. Pero, después, hubo sorpresas. La ciudad seguía ensanchán-
dose, año tras año, y por todas partes se buscaba ahora, como el más pre-
ciado bien, cualquier sobrante de terreno aún disponible, para aprove-
charlo y negociarlo; hasta los olvidados camposantos de otro tiempo,
eran arrasados, excavados y abolidos, para dar asiento a modernas cons-
trucciones.
Una noche llegaron, en doliente caravana, los muertos que
habían sido arrojados de otro distante cementerio (en donde una Com-
pañía comenzaba a levantar sus imponentes bloques), y pidieron sitio y
descanso a sus hermanos; éstos refunfuñaron; pero les dieron puesto, al
cabo, estrechándose un poco, y juntos durmieron todos nuevamente.
Pero más tarde aún, cuando fueron arregladas las calles adyacentes, el
camposanto vino a quedar mucho más elevado que el nivel de la calzada,
de modo que desde la calle podía verse un abrupto y rojizo talud, y sobre
éste, la vieja tapia del cementerio, coronada por el follaje de los árboles
y las enredaderas; brotaban éstas, igualmente, por entre el carcomido
resquicio del portón, y por todos lados alargaban sus brazos y sus gan-
chos y zarcillos, dispuestos a agarrarse de lo primero que encontraron
para sostenerse y extenderse más aún. Pronto pasaron por allí cerca los
autobuses y los camiones, y esto empezó a molestar mucho a los muer-
tos, sobre todo a los que estaban enterrados del lado del barranco que
lindaba con la calle. La tierra se estremecía, trepidaba y los removía en
sus fosas, cada vez que una de aquellas pesadas máquinas pasaba. Ellos
se daban vuelta, se tapaban los oídos, se acomodaban lo mejor que podí-
an. Pero el poderoso y confuso rumor de la ciudad vino, al fin, a sacar-
los de aquel inquieto sueño intermitente; empezaron, entre ellos, a cam-
biar misteriosas señales subterráneas, y una noche, previo acuerdo pro-
bablemente, salieron varios muertos de sus tumbas, y acordaron ir en
busca del Celador del cementerio para exponerle sus quejas. A poco
andar, no sin sorpresa, descubrieron que ya no había ni celador, ni capi-
lla, ni nada que se les pareciera. El camposanto había sido clasurado
–esto era evidente–, desde incontables años atrás, y nadie del mundo de
los vivos entraba nunca allí...
—Esto ha cambiado mucho, mucho... –dijo uno de los difuntos,
echando un vistazo en derredor–. Recuerdo muy bien que, cuando a mí
me trajeron a enterrar, quedé materialmente cubierto de rosas, azucenas
y jazmines del Cabo; no veo ahora ninguna de estas flores por aquí; sólo
paja; paja y verdolaga, e insignificantes florecillas, de ésas que no tienen
nombre alguno...
—Mi tumba –dijo otro–, era un riente jardín; mil flores lo adorna-
ban; daba gusto sentirse ahí debajo. No podía yo verlas ni deleitarme con
su aroma y sus colores; pero, en cambio, pasé años y años entretenido,
viendo desarrollarse y avanzar las mil y mil raíces que crecían junto a mi
fosa. Nada hay tan interesante y apropiado para un buen observador
subterráneo; el crecimiento, el forcejeo, los juegos y las luchas de las raí-
ces entre sí; sus tácticas y astucias, constituyen el más apasionante espec-
táculo que puede contemplarse bajo la haz de la tierra. Casi un siglo he
pasado yo observándolo, y no me parecen más que cortos minutos. Pe-
ro ocurrió, finalmente, algo tremendo... Una enorme raíz, un verdadero
gigante subterráneo que desde hacía unos setenta años se acercaba a
paso lento y cauteloso, acabó por llenar completamente el sitio, desalo-
jando y empujando a todas las demás raíces, grandes o pequeñas. Yo
mismo me vi casi tapiado y comprimido por este horrible monstruo del
subsuelo...
—Me acuerdo ahora –murmuró alguien, de repente,
...