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Marcelino Pan Y Vino (libro Completo)


Enviado por   •  15 de Mayo de 2013  •  12.717 Palabras (51 Páginas)  •  1.586 Visitas

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Marcelino Pan y Vino

José María Sánchez Silva

Capítulo I

Hace casi cien años, tres franciscanos pidieron permiso al señor alcalde de un pequeño pueblecito para que les dejase habitar, por caridad, unas antiguas ruinas que estaban abandonadas a unas dos leguas del pueblo, en terrenos de los cuales era propietario el Municipio.

El alcalde, hombre piadoso, accedió a ello por su propia cuenta, sin consultar para nada con los concejales.

Partieron los frailes no sin bendecir a su bienhechor y, llegados a las ruinas que ya conocían, se pusieron a cavilar sobre cómo hacer allí enseguida un refugio para pasar la noche.

El lugar correspondía a una granja desde la cual, en otros tiempos, trataron los vecinos de aquel pueblo de hacer frente a los franceses, cuando éstos invadieron España, allá para mil ochocientos y pico, o por lo menos desviarlos para evitar la ruina del pueblo.

Entre los frailes había uno joven que era muy dispuesto e ingenioso y enseguida vio por dónde había que comenzar: estaban por allí las grandes piedras que sirvieran a la construcción del primitivo edificio, aunque no todas enteras. Había árboles cerca para hacer madera y corría por no muy lejos un riachuelo que les prometía a los pobrecillos frailes no morir de sed.

Mas como el día iba muy avanzado, a pesar de que salieran del pueblo antes del amanecer, (venía uno viejo con ellos, de paso muy vacilante), pensó el buen fraile en comenzar por el principio, con lo que, buscando unos palos y armando sobre ellos la vieja manta que traían, arregló entre las piedras un pequeño espacio cubierto y encendiendo luego fuego, instaló al viejo y envió al otro por agua al arroyo, mientras él mismo asaba a la lumbre unas patatas que cierta buena mujer les diera como limosna.

Cumplidos los rezos, hecha la parva cena y venida la noche, diéronse al sueño los tres frailes y a la mañana siguiente, siempre dirigidos por el bien dispuesto, comenzaron su trabajo.

Así se inició la reconstrucción de aquel edificio aislado y cincuenta años más tarde, cuando nosotros entramos en él, ha variado ya mucho. Es una construcción tosca y muy simple, pero parece segura y a veces ha brindado refugio a caminantes y pastores durante las tormentas. Tiene una planta baja grande y otra pequeña encima; a las espaldas de la casa, encerrada en un recinto de piedras, está la huerta, que suministra a los frailes parte de su alimento. En la planta baja están la pequeña capilla de la Comunidad, las celdas, el refectorio y la cocina con su despensa; arriba hay otras celdas y una troje grande, donde suelen guardarse las cosas de mucho bulto y de uso menos frecuente, y a su derecha, al pie mismo de la vieja y carcomida escalera que allí sube, hay un pequeño desván que recibe luz del exterior por un estrecho ventanillo.

Ya no son tres los frailes, sino doce. De aquellos tres primeros murieron dos y uno, muy viejo y enfermo, es aquel tan dispuesto que conocimos joven y emprendedor. Los frailes tienen su cementerio al fondo de la huerta y viven para sus rezos y trabajos y son muy útiles en el contorno porque como hay entre ellos cuatro o cinco padres, pueden decir misa los domingos y fiestas en los caseríos y poblados de los alrededores que carecen de sacerdote; pueden bautizar a los que nacen y casar a los jóvenes y enterrar a los viejos cuando mueren, y sacar alguna imagen en procesión los días señalados y dar a todos consejo, confesión y consuelo.

Siguen viviendo de limosna y a poco estuvo hace unos años que no los perdiéramos de vista para siempre, pues el alcalde aquel murió bien pronto y el nuevo se llegó un día en su burra hasta el conventillo para preguntar a los frailes con qué derecho estaban allí. Pero como ellos le respondieran con dulzura y gran humildad diciéndole que si era preciso abandonarían al punto aquella casa por ellos construida donde no había más que ruinas, y como algunos sin tardanza trataran de ponerse ya mismo en camino, el alcalde volvióse atrás y les dijo que aún podían quedarse algún tiempo.

Años después también este alcalde murió y el nuevo, que era nieto de aquel primero, consolidó lo que su abuelo hiciera y logró que los concejales aprobasen la cesión temporal, y por caridad, de aquel lugar a los frailes. Cada diez años, la Comunidad tenía la obligación de renovar el permiso y fueron tantos sus beneficios en los pueblos de por allí cerca que una vez le comunicaron en el Ayuntamiento al padre Superior que habían decidido regalarles para siempre el terreno y la edificación que habitaban. A lo que el Superior respondió complacida y firmemente que ése sería el mejor camino para hacerles abandonar la casa, ya que ellos no podían tener nada de su propiedad y sólo vivían de limosna.

El trabajo y el amor que los frailes ponían en todo hizo que al cabo del tiempo su convento pareciese un edificio no solamente sólido, sino incluso bello: con el agua cerca, los frailecicos se dieron trazas de hacer brotar algunos árboles y plantas y flores y tenían la huerta bien cuidada y todo por allí muy limpio y ordenado.

Para entonces, y estaba a punto de nacer el siglo en que vivimos, ocurrió que una mañanita, cuando los gallos aún dormían, oyó el hermano portero una especie de llanto al pie de la puerta, que estaba sólo entornada. Escuchó mejor y acabó por salir a ver qué era lo que se oía. Allá lejos, por Oriente, parecía querer clarear el día; pero aun era de noche. Anduvo el hermano unos pocos pasos guiado por aquel soniquete cuando vio algo así como un bulto de ropa que se movía. Se acercó; de allí salían los ruidillos, que no eran otros que los producidos por el llanto de un niño recién nacido que alguien había abandonado hacía unas horas. Recogió el buen hermano a la criatura y se la entró con él al convento. Por no despertar a los que dormían, y que tanto menester habían de sueño, pues se acostaban fatigados de caminar y trabajar, entretuvo al chiquitín como pudo, y no ocurriéndosele nada mejor, empapó un trozo de tela blanca en agua y se la dio a chupar al mamoncillo, con lo cual éste pareció conformarse al silencio que se le pedía.

Cantó primero el gallo muy lejos y el hermano, con su rorro en los brazos, oyó al gato deslizarse afuera silenciosamente, como acostumbraba hacer a tal hora para cazar aún dormidos a quién sabe qué pequeños bichejos. Ya iba a ser la de tocar la campana y de dar cuenta a los padres de su hallazgo. El chiquitín había cerrado sus ojos y al calorcillo del áspero hábito del buen hermano, se había dormido. Menos mal que era la primavera y el frío había cesado hacía algún tiempo; de lo contrario, el pobre pequeño hubiera corrido

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