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Muñeca Reina


Enviado por   •  1 de Septiembre de 2013  •  2.341 Palabras (10 Páginas)  •  273 Visitas

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La muñeca reina

Carlos Fuentes

I

Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La

encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de la

caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo,

mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías

más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se

había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de

polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos

entrevistos primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de la

primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de mi infancia -

acaso de la de muchos niños- y relataba una serie de historias ejemplares más o

menos truculentas que poseían la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros

mayores para preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son

desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y

regresan avergonzadas a la casa, así como las que de buen grado abandonan el

hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la

muchacha más dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo

las respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando,

una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito

y me buscas aquí como te lo divujo.

Y detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin

duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación prescrita y

tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo libros

que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi

imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos correos del zar, todos

esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban el día entero sobre

una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos? Prendido al brazo de la

banca como a un arzón milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que,

después de correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era

Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si su espíritu

travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con los

vilanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los labios hinchados y el

ceño fruncido.

Preguntó mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el

suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di

cuenta que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de

expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los

niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la

presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste,

parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de

imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de

sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad

se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla

detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el

lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado llano donde yo

leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que

me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera loma abajo, con la

falda blanca esponjada y los calzones de florecillas apretados con ligas alrededor de

los muslos, con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el

aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un

llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las

manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín,

sino en otra parte, quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa

de su delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas.

Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca

verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa

leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas.

Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre

mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo

...

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