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Soberania Popular, Democracia Y El Poder Constituyente


Enviado por   •  19 de Septiembre de 2012  •  12.346 Palabras (50 Páginas)  •  712 Visitas

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Soberanía popular, democracia y el poder constituyente

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En todo gobierno, necesariamente existe un poder ante el cual no hay apelación, y el cual, por esa misma razón, puede ser llamado supremo, absoluto e incontrolable […] Tal vez algún político, que no ha estudia- do con suficiente precisión nuestros sistemas políticos, respondería que, en nuestros gobiernos, el poder absoluto fue establecido en las constituciones […] Esta opinión se acerca un paso más a la verdad, pe- ro no llega a alcanzarla. La verdad es que, en nuestros gobiernos, el po- der supremo, absoluto e incontrolable permanece en el pueblo. Así co- mo nuestras constituciones son superiores a nuestras legislaturas, así el pueblo es superior a nuestras constituciones. De hecho, en este ejemplo la superioridad es mucho mayor, pues el pueblo domina a nuestra constitución, controla de hecho y por derecho. La consecuen- cia es que el pueblo puede cambiar las constituciones cuando y como le plazca. Éste es un derecho del cual no puede despojarlo ninguna ins- titución positiva.

JAMES WILSON1

* Andreas Kalyvas es profesor asociado de teoría política en New School University. New School Univer- sity, 66 West, 12th St., Nueva York, NY 10011. Correo electrónico: kalyvasa@newschool.edu.

El artículo fue recibido en junio de 2004 y se aceptó para su publicación en septiembre de 2004. Tra- ducción del inglés de Susana Moreno Parada.

El autor agradece los valiosos comentarios de dos dictaminadores anónimos de Política y gobierno.

1 Citado en McClellan y Bradford (1989, vol. 2, p. 432).

Si el poder de la moral no es, por así decirlo, el poder constituyente de una república, entonces la república no existe.

GERMAINE DE STAËL2

Es la constitución la que deriva su poder del poder constituyente y no el poder constituyente el que deriva su autoridad de la constitución.

MAURICE DUVERGER3

El concepto de soberanía no despierta mucha simpatía. Una categoría central en la historia del pensamiento político, que ocupa un lugar privilegiado en las

exploraciones institucionales e intelectuales de la modernidad occidental, es ahora seriamente refutada o simplemente ignorada. Sea descartada por ana- crónica —como reliquia de una teología secularizada de principios de la época moderna— y/o por peligrosa —como una fuerza impredecible e incontrolable de la factualidad pura—, la soberanía suele ser tratada como la causa de muchos males que han marcado a la política moderna. Varias razones complejas pue- den explicar esta transmutación en su valor. El proceso actual de globalización y sus efectos corrosivos en la soberanía del Estado sin duda han contribuido a la actitud negativa hacia la soberanía (véase, por ejemplo, Sassen, 1996). Ade- más, la tensión entre el poder soberano popular y los derechos humanos uni- versales, que se ha hecho sentir en casi todos los debates políticos durante los dos últimos siglos, parece finalmente haberse resuelto en favor de los derechos humanos (Rawls, 1999; Habermas, 2001b). El redescubrimiento del cosmopolita- nismo ha debilitado aún más el principio de soberanía nacional, y es en este contexto donde la visión de un “éxodo de la soberanía” encuentra su validez como alternativa atractiva del orden político actual (véanse, por ejemplo, Agamben, 2000; Negri y Hardt, 2000).

Sin embargo, los supuestos normativos en los que se basan estas críticas re-

e Staël (1979, p. 39). uverger (1948, p. 78).

2 Germaine d

3 Maurice D

cientes al concepto de soberanía, en realidad no son nuevos. Fueron expresa- dos con gran fuerza durante el siglo pasado en los trabajos de Hans Kelsen, Hannah Arendt y Michel Foucault, entre otros. Todos señalaron la naturaleza teológica, absolutista, jerárquica e incluso ficticia de este poder soberano de mando. Kelsen, por ejemplo, se opuso a lo que él llamaba la “calidad exclusiva” de la soberanía. Debido a su conceptualización como poder supremo y omni- potente y a la prioridad incondicional que le asigna al orden legal nacional, Kel- sen afirmó que: “La soberanía de un Estado excluye la soberanía de todos los demás estados” (1945, pp. 387-388). Este “dogma de soberanía”, añade Kelsen en otro contexto, es “el principal instrumento de la ideología imperialista diri- gida en contra del derecho internacional” (1992, p. 124). Para Kelsen, el Esta- do-nación soberano a menudo asume la forma de un predador, desconfiado de todos los demás estados, que es poseído por fantasías solipsistas de dominación total. Arendt (1972, p. 139), en una vena similar, denunció los efectos arbitra- rios, desiguales e incluso totalitarios de la soberanía, que hacen una diferencia entre superiores e inferiores, entre los que mandan y los que obedecen. Ella también advirtió sobre el impulso homogeneizante de la soberanía que destru- ye la multiplicidad constituyente, la propia pluralidad, de la esfera pública al imponer violentamente la peligrosa ficción de un macrosujeto unitario: el Pueblo como un todo (Arendt, 1958, pp. 57, 234-235; 1963, pp. 76-77; 1978, pp. 465-

466). Y, al igual que Kelsen, también repudió la naturaleza voluntarista y deci- sionista de la soberanía popular, remontándose hasta la teoría deísta de la vo- luntad, que celebra al pueblo como “un cuerpo sobrenatural impulsado por una

‘voluntad general’ sobrehumana e irresistible” (Arendt, 1963, p. 60). La des- cripción de Foucault del modelo jurídico de poder soberano no es más halaga- dora: es una “antienergía”, escribió, “un poder que sólo tiene fuerza en su lado negativo, un poder para decir no; sin condiciones para producir, capaz única- mente de poner límites”. Foucault (1990, p. 85) incluso proclamó la “muerte” de la soberanía con el fin definitivo de la “edad clásica”, y su reemplazo por nuevas modalidades dispersas y difusas de relaciones de poder.

Al definir gloriosamente a la soberanía como “el máximo poder de mando”, Jean Bodin parece confirmar retrospectivamente la validez de estas críticas

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