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Crónica - Hijo de un círculo vicioso.


Enviado por   •  15 de Julio de 2016  •  Ensayos  •  1.879 Palabras (8 Páginas)  •  216 Visitas

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Nota: Los nombres de las personas partícipes en el texto fueron cambiados por petición de ellos.

HIJO DE UN CÍRCULO VICIOSO

Dicen que salirse de una pandilla es imposible, que solamente la muerte puede otorgar el permiso de apartarse de ella. Que las razones que llevan a un adolescente a ingresar a estos grupos se deben al abandono o maltrato familiar, a las malas compañías. Pero, ¿qué hay de aquellos que nacieron destinados a pertenecer a una pandilla por una cuestión de «legado»? ¿Cómo logran alejarse de ese entorno delictivo si su propia familia tiene antecedentes en delincuencia, drogadicción y pandillaje?

***

Son las seis y media de la tarde y eso significa que debo encontrarme con Miguel. Mis padres solo me desean suerte, sin saber qué agregar y sospecho que aún se muestran preocupados por el hecho de que quiera conversar con un vecino a quien veo casi todos los días, pero sin atreverme a dirigirle la palabra desde hace ocho años.

Solo doy unos diez pasos y me encuentro mirando la puerta de la quinta en donde toda su familia reside. Saludo a Nerón, mascota de uno de los señores que vivía allí y este solo atina a mover la cola, mirándome con esos orbes marrones como si quisiera decir «¿En serio vas a entrar al callejón de Los Malditos?».

Empujo la puerta e intento no hacer muecas por el fuerte olor a alcohol barato, proveniente de un montón de botellas color verde tiradas al lado del callejón. Es entonces, que la puerta de la casa pintada de rojo se abre y reconozco a la madre de Miguel, quien sonríe y me saluda con un abrazo. Me dice que irá a comprar unas cosas al mercado y que pase sin problemas. Entonces, al entrar a la casa, soy recibida con un «¡Carooo!» por parte de Pablo, el hermano menor de Miguel. Es un dulce chiquillo de doce años.

Me pregunta por mi hermana y le digo que ella está bien. Carla y Pablo han estudiado la primaria en el mismo salón por seis años, pero a diferencia de Miguel y yo, quienes nunca fuimos cercanos, ellos dos son muy buenos amigos. Me cuenta que las tareas en la secundaria son tan pesadas como en la primaria y que las matemáticas siempre serán su dolor de cabeza. «Y no es que no quiera aprender, simplemente no me entra». En sus tiempos libres dice que para jugando fútbol con sus primos y amigos del colegio.

«Yo quiero ser futbolista cuando sea grande», me dice. «Quiero ser como Paolo, como Cueva… Como Pizarro no, porque cuando él juega, Perú pierde y no me gusta».

Y a pesar de que no pregunta realmente por qué estoy en su casa, le explico que conversaré con su hermano sobre el pandillaje y Pablo suelta un «Ahhh, sí, en el cole nos enseñaron sobre eso» y me doy cuenta que no solo comprende qué significa la palabra pandillaje, sino que él realmente sabe que vive rodeado en ese entorno.

«Mamá y Miguel me han dicho que si alguna vez mi tío me dice que me una al grupo, le diga que yo quiero estudiar y que mi sueño es ser futbolista. Pero mi sueño también es llevarme a mi familia de aquí», confiesa con una sonrisa triste.

No sé qué más preguntarle. No quiero atosigarlo más.

Le prometo que el próximo sábado lo llevaría al cine y sus ojos brillan de emoción, alegrándome que aún conserve esa chispa de inocencia que alguien de doce años debería de tener. Se despide de mí con un fuerte abrazo, diciéndome que hará sus tareas y que irá a buscar a su hermano.

Y es gracias a su madre que mi vecino accede a hablar conmigo.

Miguel es un adolescente de 18 años, robusto, de baja estatura y piel trigueña. Viste jean desgastado y una camiseta gris. Saluda con un ligero movimiento de cabeza y se sienta frente a mí. Tiene los ojos irritados y confiesa que no pudo dormir desde ayer. «Nunca he hecho algo como esto y que seas tú quien pregunte sobre estas cosas, me resulta intimidante», comenta. Algo incómodo, contesta mis preguntas con la mirada perdida.

«Aquí en casa, soy Miguel. Allá afuera, soy Pitatu», explica con voz ronca. Es un integrante conocido en el grupo Los Malditos, una pandilla originaria de la zona Bolívar del distrito de Surquillo. Y es que él no es un simple miembro: hay todo un legado familiar que lo antecede.

«Desde que tengo memoria la banda ya estaba. El abuelo Tomás es la primera generación, mi viejo es la segunda y yo aquí atrapado por los pasos de la familia», me da una sonrisa irónica.

A pesar de su edad, solo cursó hasta cuarto de secundaria. Cuenta, de repente, que ahora no puede estar en la «esquina de siempre» (se refiere al cruce de las calles Manuel Irribarren con San Agustín), porque le dieron un ultimátum y si comete un error más irá a la cárcel.

«Las calles andan tan vacías como las series de zombis», intenta bromear pero luego se pone serio. «La Fiscalía me la tiene jurada, porque los hijos de su madre de la otra zona soltaron la sopa y ahora soy sospechoso de un robo. No puedo arriesgarme a rondar por allí…».

Con la «otra zona», se refiere a una pandilla enemiga ubicada en Casa Huertas. Usualmente estos grupos llegan a un tipo de acuerdo para evitar las peleas, dejando muy en claro los límites de su territorio con grafitis en las paredes de los hogares surquillanos. El último encuentro entre ambos bandos acabó con la muerte de una persona hace casi tres años.

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