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Supuestos Conductistas


Enviado por   •  1 de Diciembre de 2011  •  4.331 Palabras (18 Páginas)  •  638 Visitas

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1. Introducción

Desde el origen de la economía como ciencia en el siglo XVIII, así como de la sociología en el siglo XIX, los principios que rigen y definen el comportamiento humano han sido objeto de cuestionamientos entre representantes de distintas disciplinas. Con el nacimiento de la Edad Contemporánea, la búsqueda de categorías analíticas para abordar epistemológicamente el conocimiento en las ciencias sociales ameritó tales controversias. La consolidación del modo de producción capitalista y la emergencia de la sociedad civil como un ente dotado de autonomía existencial, constituyeron el nuevo contexto sobre el cual las ciencias referidas conformaron sus saberes.

Aunque no haya ocupado el centro del debate hasta entrado el siglo XX, uno de los focos de discusión ha sido el concepto de racionalidad, sobre el cual la teoría económica ha asentado sus bases. En relación a esto, señala Carnelli (2000), “Ninguna ciencia social puede reducirse a una metodología de los modelos, a menos que se resigne a no ser más que un juego formal, indiferente de la comprensión de los fenómenos observados. Las ciencias de la investigación difieren fundamentalmente de las ciencias del modelo (refiriéndose a la economía) por la aplicación, exclusiva o no, del principio de racionalidad para explicar los comportamientos humanos”.

El objetivo de este trabajo es analizar sucintamente la evolución del concepto de “homo economicus”, revisando paralelamente los aportes realizados desde la economía y la sociología al desarrollo de nuevos enfoques conductuales. Al final se presenta sintéticamente un marco conceptual alternativo proveniente de la psicología, con importantes implicancias para el análisis en el sector agropecuario.

2. La racionalidad en su máxima expresión: el “Homo Economicus”

El origen conceptual del homo economicus puede hallarse en el libro II de “Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations”, publicado por Adam Smith en 1776. Según refiere el autor:

“En todos los países donde existe una seguridad aceptable, cada hombre con sentido común intentará invertir todo el capital de que pueda disponer con objeto de procurarse o un disfrute presente o un beneficio futuro. Si lo destina a obtener un disfrute presente, es una capital reservado para su consumo inmediato. Si lo destina a conseguir un beneficio futuro, obtendrá ese beneficio bien conservando ese capital o bien desprendiéndose de él; en un caso es un capital fijo y en el otro un capital circulante. Donde haya una seguridad razonable, un hombre que no invierta todo el capital que controla, sea suyo o tomado en préstamo de otras personas, en alguna de esas tres formas, deberá estar completamente loco.”

Como claramente se infiere, entre las opciones de invertir, consumir o ahorrar, el hombre agota su comportamiento económico. Motivado por un interés puramente egoísta, este individuo se convierte en instrumento de la mano invisible que lo conduce.

Sin embargo, para Smith, el objetivo de la economía residía en detectar las leyes (en sintonía con las restantes ciencias) que gobiernan el accionar del sistema económico, siendo su principal interés el crecimiento y la acumulación. Afirmaba que dejando operar libremente el mecanismo de mercado, el sistema económico se ajusta en la medida necesaria para el logro de la máxima producción posible.

Por lo tanto, el actor individual dotado de extrema racionalidad representa el espíritu del capitalismo naciente, no una concepción válida en sí misma como categoría microeconómica. Y eso es notorio entre todos los economistas clásicos durante el siglo XIX, caso de David Ricardo, James Mill, su hijo John Stuart, etc.

Desde la sociología (Comte, Marx, Dukheim, etc.), las bases conceptuales se asentaban sobre un nivel de análisis que trascendía el actor individual, siendo la sociedad el foco de atención. A pesar de las consideraciones que todos los sociólogos de la época tenían sobre el individuo, es M. Weber quién a finales del siglo XIX, logra una síntesis entre el objetivismo y el subjetivismo, desde una dimensión analítica en que la racionalidad cobra una nueva significación. Según Cittadini (2002), “Max Weber fue, entre los padres fundadores de la Sociología, quién se ocupó de caracterizar con más precisión el comportamiento humano y consideró que la acción social racional con arreglos a fines (el único tipo de acción que reconoce el paradigma neoclásico del comportamiento) era sólo uno de los cuatro tipos ideales de acción social que nos es posible distinguir”.

Justamente, es el paradigma neoclásico al que refiere el autor, el cual posibilita la consolidación de la categoría de homo economicus. Entre 1880 e inicios del siglo XX, un grupo de economistas, tales como Menger, Jevons, Cournot, Walras y Marshall (este último alcanzando una síntesis conceptual del nuevo enfoque) emprenden la tarea de sistematizar y formalizar los conceptos vertidos por los economistas clásicos. Si bien los clásicos destacan por su análisis dinámico del capitalismo (en un contexto de vertiginosa transición socioeconómica que atravesó dicho período), la introducción de la estática comparativa como método de aproximación a los fenómenos económicos, permitió la modelización de los mismos, sobre la base de una alta rigurosidad matemática, centrada en el cálculo diferencial. Aquí el concepto de racionalidad ocupa un lugar central.

En el lapso en que se desarrolló dicho paradigma, la economía mundial transitaba una vía sin profundos escollos al crecimiento. Recordemos la auspiciosa Belle Époque europea, la ausencia de conflictos bélicos (sólo hubo una guerra en 1898, entre España y EE.UU. por la disputa de la isla de Cuba), y otras situaciones que posibilitaban creer en una duradera prosperidad (Luna, 1999). Con una macroeconomía eficiente, de equilibrio general, la preocupación de centró en la economía del consumidor y la producción. El supuesto conductista que guió el análisis fue el de homo economicus.

Un individuo altamente racional, enfrentado a un mercado atomizado con perfecta información (precios), alcanzaba la maximización de su bienestar, representado éste en su función de preferencias. Mismo caso para la empresa neoclásica, en la cual la premisa de la maximización era en esencia la misma.

En la mencionada función de preferencias se encuentran las implicancias de la racionalidad. En primer lugar, existe una notoria desaparición de cualquier tipo de restricción institucional que recaiga sobre el agente maximizador; en segundo lugar, la existencia de un mercado inmune a distorsiones de tipo informativo y de competencias; y en tercer lugar, y muy importante,

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