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Freda Molocha De Los Orientales


Enviado por   •  23 de Septiembre de 2011  •  844 Palabras (4 Páginas)  •  561 Visitas

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tura es un tímpano receptivo a toda influencia, todo llega para conformar

un lenguaje heteróclito, donde la neologización parece un recurso más para

enmascarar el choque de lenguajes que hace explosión en sus versos.

Si ya en la prosa profana de Darío aparecía inscripto el juego de una referencialidad

desviante, donde las palabras eran signos de signos —y no de

cosas—, a Herrera todo llega en guisa de carnaval. Su obra más fuerte puede

reconocerse como una perpetua pascua del tiempo. Significantes heterogéneos

comparecen para bailar la asombrosa y funambulesca musicalidad de

sus poemas. En este magno festival de la escritura, la jerga de los inmigrantes,

que desembocará en el tango, aparece consignada repetitivamente en la

sorna con la que sus poemas dejan caer las voces extranjeras (“se abrió tu

mano de musmé prolija”) o se complacen en la metadiscursividad de los

“Sonetos vascos”: “Ruge el viejo Pelayo sus morriñas tremendas. / Y sus

‘jos’ y sus ‘eñes’ desenfunda a destajo”. La heteroglosia invariablemente

provoca divertimento y en “El jefe negro”, con pretexto de guerra vasca

introduce palabras de guerra cercana: “El cáliz, y con chumbos La Custodia

sagrada”. La gesticulación de la gauchesca comparece en su “babilonia interior”,

estallando en el festejo de la rima, capaz de extranjerizar o exotizar

cualquier vocablo: “Haz que entre rayos celebre / su aparición Belcebú / y

tus besos de cauchú / me sirvan sus maravillas / al modo de las pastillas /

del Hada Pari-Banú”. La traducción es una de sus instancias cardinales, algo

que debería ser de una vez establecido. Para un poeta que no viajó, su lugar

“montevideano” venía a ser explicitado por múltiples vías: si a Darío le dio

la receptividad para capturar el gesto montevideano de Lautréamont y ubicarlo

en Los raros, el precedente llega a Julio Herrera con gran oportunidad

y confort; si Ducasse-Lautréamont fue uno de los maestros del enmascaramiento,

disfrazando el yo en diversas instancias enunciativas, esa multivocidad

reaparece en Herrera como en nadie de su época. Pero si la ironía fue

distintiva de Ducasse, no lo fue menos de Laforgue, quien no sólo escribió

burlándose de las tópicas establecidas sino también con una autoironía

infrecuente para la lírica de su época. Y, si Laforgue aparece en Lugones y

su “Lunario sentimental”, es en la “Tertulia Lunática o Torre de las

Esfinges” donde, como pasamos a ver, hará explosión.

Herrera producía a “mil quimeras del mapa”. Ahora bien, si había declarado

su intención de “escribir para París”, su obra marca lo irónico e imposible

del gesto. Así la “tertulia” se autodefine como una “sicologación

morbo-panteísta”. En el comienzo del poema, todos los elementos se preparan

para una comunicación erótico-mística. La luna, figura laforgueana,

no sólo es fácilmente rastreable sino medible en su poder como intratexto:

si

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