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12 Cuentos Peregrinos


Enviado por   •  15 de Septiembre de 2013  •  7.627 Palabras (31 Páginas)  •  563 Visitas

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BUEN VIAJE, SEÑOR PRESIDENTE

ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario,

contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata

del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era

sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y

mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de

organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la

vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo

hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo.

Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres. Llevaba el vestido azul

oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los magistrados

en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con

ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular

izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio

de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal.

Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y

el poder habían quedado atrás sin remedio, y ahora sólo permanecían los de la muerte.

Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta

terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no lograron identificar. Había

previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agotadores y

resultados inciertos, y todavía no se vislumbraba el final. Buscaban el dolor en el hígado,

en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves

indeseable, en que el médico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a

las nueve de la mañana en el pabellón de neurología.

La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y lúgubre, y tenía la

mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apagó la luz, apareció en

la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya

hasta que el médico señaló con un puntero, debajo de la cintura, la unión de dos

vértebras.

—Su dolor está aquí —le dijo.

Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a veces parecía estar en

el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a menudo lo sorprendía con una

punzada instantánea en la ingle. El médico lo escuchó en suspenso y con el puntero

inmóvil en la pantalla. «Por eso nos despistó durante tamo tiempo», dijo. «Pero ahora

sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la sien, y precisó:

—Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí.

Su estilo clínico era tan dramático, que la sentencia final pareció benévola: el presidente

tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el

margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.

—No podríamos decirlo con certeza —le dijo.

Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de accidentes fatales eran grandes, y más aún los

de distintas parálisis de diversos grados. Pero con los avances médicos de las dos

guerras esos temores eran cosas del pasado.

—Vayase tranquilo — concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero eso sí, no

olvide que cuanto antes será mejor.

No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había

salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se

había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el

hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de

una hora, siempre pensando en la muerte, cuando empezó el otoño. El lago se encrespó

8 Gabriel García Márquez

Doce cuentos peregrinos

como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó

con las últimas hojas. El presidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista,

arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La

florista lo sorprendió.

— Esas flores no son de Dios, señor — le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento.

Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el bastón por el centro

de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del

Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas

por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El

presidente no reconoció su cafetería de siempre sobre el muelle, porque habían quitado

el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse.

En el salón, las lámparas estaban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba

un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila

reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes

con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó

conciencia de que había llegado el otoño. Empezó a leer por la página internacional,

donde encontraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo

de atrás hacia adelante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian.

Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus

médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir,

volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado.

— Tráigame también un café — ordenó en un francés perfecto. Y precisó sin reparar en el

doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un muerto.

Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza bocabajo en el plato para

que el sedimento del café, después de tantos años, tuviera tiempo de escribir su destino.

El sabor recuperado lo redimió por un instante de su mal pensamiento. Un instante

...

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