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Casa Tomada


Enviado por   •  11 de Junio de 2013  •  1.928 Palabras (8 Páginas)  •  354 Visitas

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Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas

sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de

nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa

casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana,

levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas

habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre

puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos

resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos

bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos

dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió

María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años

con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos,

era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos

moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la

echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros

mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se

pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo

creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no

hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno,

medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo

destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el

montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los

sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con

los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar

una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura

francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo

importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un

libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día

encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes,

lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle

a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los

meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la

entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas

viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos

canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la

biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira

hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa

parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living

central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un

zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por 2

el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros

dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el

pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o

bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo

más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía

uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que

se edifican ahora, apenas para moverse. Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la

casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza,

pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires es una ciudad

limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el

aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre

los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se

suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los

pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene

estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió

poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta

de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el

comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla

sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo

tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas

hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de

...

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