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Horacio Quiroga


Enviado por   •  19 de Marzo de 2012  •  1.014 Palabras (5 Páginas)  •  647 Visitas

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Horacio Quiroga

Samuel era un muchacho a quien sus múltiples conquistas habían dado un nombre en

las lides de amor. No tenía oficio: a veces hacía el lisiado, el ciego, cualquier cosa que

excitara compasión. Sus triunfos amorosos estaban en relación con su vida; muchachas

abandonadas, vendedoras de diarios, ex sirvientas caídas como un trapo en medio de la calle.

De cualquier modo eran triunfos. Y en las tardes de los arrabales, en las noches bajo

un cobertizo cualquiera, ponían ellos tanto amor como una pareja bien alimentada y bien

dormida.

Su último triunfo fue Lía. Se unieron en una hermosa mañana de primavera, tibia y

olorosa. El pedía limosna con los ojos en blanco. Ella que pasaba con sus diarios,

conociéndole, le ofreció riendo un ejemplar. El rió a su vez y la abrazó en plena calle, como

un conquistador. Tal fue la resistencia de Lía que para rechazarle, hubo de dejar caer los

diarios. Mas en pos de breve fatiga, ya estaban unidos ante la santa ara del amor callejero y

fácil.

Su seducción asombraba.

-¿Qué haces tú -le preguntaban- para conseguirlas sin más ni más? -Abrazarlas en la

calle -respondía encogiéndose de hombros. Pobres muchachos que veían caer las frutas, y

meditaban en la manera de cogerlas si aún pendieran de los árboles.

Lía desde entonces vivió con Samuel y Samuel fue el hombre de Lía. Se amaban lo

suficiente para ayudarse en sus mutuas especulaciones y dormir juntos de noche; eso les

bastaba. El era celoso a ratos y la mortificaba con bajas alusiones. Llegaba hasta pegarle

estrujándola sin piedad entre sus brazos de hombre. Pero Lía, a pesar de todo, sentía extraño

amor por aquel flaco amante, y entrecerraba los párpados, como a un suave rocío, a esas lágrimas

de dolor.

Tan buena era Lía y tan jóvenes los amantes que poco a poco llegaron a unirse más

íntimamente, acortando los días y prolongando las noches. En los nuevos barrios que el

reciente recorrido de un tranvía ha valorizado al exceso, existía una casa en construcción de

que ellos habían hecho tutelar morada, apta para guardar sus míseros pingajos y ocultar el

cielo estrellado a sus noches de amor. En la tal casa estaban abandonados los trabajos. Bajo

aquel recinto, húmedo y oscuro aún en el día, desolado por el viento que entraba por todas

partes, Samuel y Lía se amaron, él siempre un poco altanero, como orgulloso varón que sólo

condesciende; ella, en cambio, deseándole y entregándose con toda su alma.

Solían, en las tardes de verano, ir a bañarse juntos. Lía resistíase siempre a desnudarse

delante de él, asida a su reciente pudor de enamorada como a una mísera tabla de naufragio.

Pero su amante la desnudaba él mismo, le arrojaba arena en los cabellos. Y cuando

ella se internaba en el mar, hundiendo su desnudez, Samuel la rechazaba a la orilla, la hacía

ver de todos, lleno de desdén del momento para aquella carne que era suya. Gritaba y repetía:

-No he visto piernas más flacas que las tuyas.

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O si no la sujetaba bajo el agua largo rato, y cuando la cabeza emergía, azorada y

descolorida se lanzaba a nado, voluptuosamente:

-Así aprenderás a nadar, y completarás lo poco que te falta para ser hombre.

¿Hombre, Lía?... Pero el amor a Samuel la dominaba por completo, subía

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