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Juan Antonio Pérez Bonalde. A mi hermana Elodia


Enviado por   •  11 de Octubre de 2014  •  Informes  •  1.619 Palabras (7 Páginas)  •  655 Visitas

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Juan Antonio Pérez Bonalde

A mi hermana Elodia

I

¡Tierra!, grita en la proa el navegante

y confusa y distante,

una línea indecisa

entre brumas y ondas se divisa;

poco a poco del seno

destacándose va del horizonte,

sobre el éter sereno,

la cumbre azul de un monte;

y así como el bajel se va acercando,

va extendiéndose el cerro

y unas formas extrañas va tomando;

formas que he visto cuando

soñaba con la dicha en mi destierro.

Ya la vista columbra

las riberas bordadas de palmares

y una brisa cargada con la esencia

de violetas silvestres y azahares,

en mi memoria alumbra

el recuerdo feliz de mi inocencia,

cuando pobre de años y pesares,

y rico de ilusiones y alegría,

bajo las palmas retozar solía

oyendo el arrullar de las palomas,

bebiendo luz y respirando aromas.

Hay algo en esos rayos brilladores

que juegan por la atmósfera azulada,

que me habla de ternuras y de amores

de una dicha pasada,

y el viento al suspirar entre las cuerdas,

parece que me dice: « ¿no te acuerdas?».

Ese cielo, ese mar, esos cocales,

ese monte que dora

el sol de las regiones tropicales…

¡Luz, luz al fin! Los reconozco ahora:

son ellos, son los mismos de mi infancia,

y esas playas que al sol del mediodía

brillan a la distancia,

¡oh, inefable alegría,

son las riberas de la patria mía!

Ya muerde el fondo de la mar hirviente

del ancla el férreo diente;

ya se acercan los botes desplegando

al aire puro y blando

la enseña tricolor del pueblo mío.

¡A tierra, a tierra, o la emoción me ahoga,

o se adueña de mi alma el desvarío!

Llevado en alas de mi ardiente anhelo,

me lanzo presuroso al barquichuelo

que a las riberas del hogar me invita.

Todo es grata armonía; los suspiros

de la onda de zafir que el remo agita;

de las marinas aves

los caprichosos giros;

y las notas suaves,

y el timbre lisonjero,

y la magia que toma

hasta en labios del tosco marinero,

el dulce son de mi nativo idioma.

¡Volad, volad, veloces,

ondas, aves y voces!

Id a la tierra en donde el alma tengo,

y decidle que vengo

a reposar, cansado caminante,

del hogar a la sombra un solo instante.

Decidle que en mi anhelo, en mi delirio

por llegar a la orilla, el pecho siente

dulcísimo martirio;

decidle, en fin, que mientras estuve ausente,

ni un día, ni un instante hela olvidado,

y llevadle este beso que os confío,

tributo adelantado

que desde el fondo de mi ser le envío.

¡Boga, boga, remero, así llegamos!

¡Oh, emoción hasta ahora no sentida!

¡Ya piso el santo suelo en que probamos

el almíbar primero de la vida!

Tras ese monte azul cuya alta cumbre

lanza reto de orgullo

al zafir de los cielos,

está el pueblo gentil donde, al arrullo

del maternal amor, rasgué los velos

que me ocultaban la primera lumbre.

¡En marcha, en marcha, postillón, agita

el látigo inclemente!

Y a más andar, el carro diligente

por la orilla del mar se precipita.

No hay peña ni ensenada que en mi mente

no venga a despertar una memoria,

ni hay ola que en la arena humedecida

con escriba con espuma alguna historia

de los alegres tiempos de mi vida.

Todo me habla de sueño y cantares,

de paz, de amor y de tranquilos bienes,

y el aura fugitiva de los mares

que viene, leda, a acariciar mis sienes.

me susurra al oído

con misterioso acento: «Bienvenido».

Allá van los humildes pescadores

las redes a tender sobre la arena;

dichosos, que no sienten los dolores

ni la punzante pena

de los que lejos de la patria lloran;

infelices que ignoran

la insondable alegría

de los que tristes del hogar se fueron

y luego, ansiosos, al hogar volvieron.

Son los mismos que un día,

siendo niño, admiraba yo en la playa,

pensando, en mi inocencia,

que era la humana ciencia,

la ciencia de pescar con la atarraya.

Bien os recuerdo, humildes pescadores,

aunque no a mí vosotros, que en la ausencia

los años me han cambiado y los dolores.

Ya ocultándose va tras un recodo

que hace el camino, el mar, hasta que todo

al fin desaparece.

Ya no hay más que montañas y horizontes,

y el pecho se estremece

al respirar, cargado de recuerdos,

el aire puro de los patrios montes.

De los frescos y límpidos raudales

el murmullo apacible;

de mis canoras aves tropicales

el melodioso trino que resbala

por las ondas del éter invisible;

los perfumados hálitos que exhala

el cáliz áureo y blanco

de las humildes flores del barranco;

todo a soñar convida,

y con suave empeño,

se apodera del alma enternecida

la indefinible vaguedad de un sueño.

Y rueda el coche, y detrás de él las horas

deslízanse ligeras

sin yo sentir, que el pensamiento mío

viaja por el país de las quimeras,

y sólo hallan mis ojos sin mirada

los incoloros senos del vacío…

De pronto, al descender de una hondonada,

«¡Caracas, allí está!», dice el auriga,

y súbito el espíritu despierta

ante la dicha cierta

de ver la tierra amiga.

¡Caracas allí está; sus techos rojos,

su blanca torre, sus azules lomas,

y sus bandas de tímidas palomas

hacen nublar de lágrimas mis ojos!

Caracas allí está; vedla tendida

a las faldas del Ávila empinado,

Odalisca rendida

a los pies del Sultán enamorado.

Hay fiesta en el espacio y la campaña,

fiesta de paz y amores:

acarician los vientos la montaña;

del bosque los alados trovadores

su dulce canturía

dejan oír en la alameda umbría;

los menudos insectos de las flores

a los dorados pístilos se abrazan;

besa el aura amorosa el manso Guaire,

y con los rayos de luz se enlazan

los impalpables átomos del aire.

¡Apura, apura, postillón, agita

el látigo inclemente!

...

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