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La Casa De La Bruja


Enviado por   •  2 de Noviembre de 2013  •  2.065 Palabras (9 Páginas)  •  7.686 Visitas

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• La casa de la bruja: en este cuento se narra la historia de una triste mujer a la cual acusaban de brujería, cuando lo único que tenia era la angustia de cargar con un hijo enfermo.

• Tipo de narración:

• Según la posición del narrador: es una narración en primera persona de tipo testigo.

• Según la secuencia de los hechos: es una narración lineal.

• Personajes:

• Principales:

• La bruja: mujer horrible, con la nariz curva.

• Secundarios:

• El hijo de la bruja

• El jefe civil

• La gente del vecindario

• Ambiente:

• Sitio geográfico donde se desarrollan los hechos: no se especifica el lugar en el que se desarrollan los hechos

• Descripción del ambiente: por las colinas de Agua Blanca, veíamos con horror aquella casucha de adobes rojos techados de palmas y de pedazos de latón, con el único agujero de su ventana mirando como un ojo siniestro hacia lo más sombrío del callejón…

• Explicar mediante ejemplos el ambiente psicológico que envuelve a los personajes:

¡Cuántas veces vi la luz fantástica de los crepúsculos, más horrible en su extraña demacración, la nariz mas curva y el manto mas raido, perderse su silueta al doblar una esquina, al extremo de las calles rectas y tristes de mi tierra natal!

LA CASA DE LA BRUJA

(Cuentos grotescos. José Rafael Pocaterra)

I

Cuando pasaba el alegre grupo de muchachos a remontar cometas –a los que dicen pintorescamente “papagayos” en mi país– por las colinas de Agua Blanca, veíamos con horror aquella casucha de adobes rojos techada de palmas y de pedazos de latón, con el único agujero de su ventana mirando como un ojo siniestro hacia lo más sombrío del callejón… Rodeábala una palizada de cardos, y alzábase en el aislado arrabal, más aislada que todas, solamente protegida por la falda escarpada y áspera del cerro.

Era “la Casa de la Bruja”.

II

Recorriendo la ciudad, de puerta en puerta, desde el amanecer, recogíase con el día cuando comenzaban a encenderse las farolas urbanas que parecían arrojarla del poblado. ¡Cuántas veces vi a la luz fantástica de los crepúsculos, más horrible en su extraña demacración, la nariz más curva y el manto más raído, perderse su silueta al doblar una esquina, al extremo de las calles rectas y tristes de mi tierra natal!

-¡La bruja! ¡La bruja!

Y eran gritos y pedradas; voces de todos los granujas. Si la acosaban y un guijarro iba a golpear su pobre armadijo de huesos, sacaba del manto un dedo muy largo, señalaba el cielo y rezongaba una especie de protesta monótona como una oración.

-¿Por qué no busca trabajo? Póngase a servir en una casa; ¡usted está buena y sana!

Sin responder, echaba ella a andar calle abajo ondulando su verdoso manto, como una bandera de miseria.

III

Pasaba por la vida fastidiosa de la provincia envuelta en una atmósfera de terror y de supersticiones; evocaba cosas macabras, vuelos a horcajadas en palos de escoba para asistir al sabat demoníaco, la misa negra en una cueva pavorosa cocinando en marmitas de caldo de azufre tiernos niños que morían después de chuparles la sangre.

Creíamos verla volar por sobre los techos en Semana Santa, después de beberse el aceite en las lámparas de las iglesias, cantando el pavoroso estribillo que nos enseñaron las criadas:

“¡Lunes y martes

miércoles, tres!

jueves y viernes…

Y una voz, la voz misma de Satanás, añadía:

“Sábado seis”.

Noches de no poder dormir viendo su rostro en los pliegues de las ropas colgadas, en las sombras que hacían danzar sobre las paredes la lámpara encendida a la virgen, cuya mecha chirriaba de un modo muy particular… Y arropándonos hasta la cabeza, parecíamos oír el horrible estribillo:

“Domingo siete”.

IV

Para acrecer aquella superstición del lugar, observábanse en ella detalles que la acusaban, pruebas que en la Edad Media hubieran bastado a dar con sus huesos en la hoguera; ¿para qué eran aquellos misteriosos hacecillos de hierba que ocultaba bajo el manto? ¿Qué menjurjes contenía aquel frasco colgado de una cuerda con el cual mendigaba, en las boticas, aceites o ácido fénico, o bálsamo sagrado, drogas todas para preparar ungüentos malignos contra la dicha, la fortuna o la salud de los demás?

Cerca del matadero público, alguien la sorprendió envolviendo en un pañuelo un cuervo muerto, y la mañana de un domingo los muchachos del arrabal la hicieron descender del caballete de la casucha a pedradas. Gritó, furiosa, que estaba componiendo el techo, porque llovía sobre su cama; pero ¿a quién iba a meterle tamaño embuste? ¡La había sorprendido al amanecer sobre la casa, al regreso de la misa del sábado y no pudo bajar -según explicaba una vieja comadre- porque al canto de los gallos se le había acabado “el encanto”!

-¡Ave María Purísima!- gritaban desaforadas las mujeres en los corrales. Los perros ladraban y aquel día la bruja no pudo salir, porque llovieron, como nunca, piedras y abrenuncios sobre la casa maldita.

V

Una semana después el niño de la vecina que fue la primera en avisar la aparición de la bruja en los techos, murió de una calentura. Se le fue poniendo amarillo, amarillo como si le chuparan la sangre.

El doctor dijo lo de siempre: que era paludismo, y el señor Cura, que sin duda no quiso desmentir al médico, les reprendió ásperamente:

-¡Qué brujería, ni hechicería, hatajo de estúpidos! Vivan mejor con Dios y tengan más caridad para esa infeliz mujer…

[…] Pero nada pudo contra el rencor del vecindario hacia aquella malvada mujer que vivía matando niños y echando daños: patios enteros de gallinas que

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