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Oración al Santo Juez


Enviado por   •  11 de Septiembre de 2012  •  Ensayos  •  6.078 Palabras (25 Páginas)  •  386 Visitas

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Oración al Santo Juez

Si ojos tienen que no me vean,

si manos tienen que no me agarren,

si pies tienen que no me alcancen,

no permitas que me sorprendan por la espalda,

no permitas que mi muerte sea violenta,

no permitas que mi sangre se derrame,

Tú que todo lo conoces,

sabes de mis pecados,

pero también sabes de mi fe,

no me desampares,

Amén.

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UNO

Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le

daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte.

Pero salió de dudas cuando despegó los labios y vio la pistola.

-Sentí un corrientazo por todo el cuerpo. Yo pensé que era el

beso... –me dijo desfallecida camino al hospital.

-No hablés más, Rosario –Le dije, y ella apretándome la

mano me pidió que no la dejara morir.

-No me quiero morir, no quiero.

Aunque yo la animaba con esperanzas, mi expresión no la

engañaba. Aún moribunda se veía hermosa, fatalmente divina

se desangraba cuando la entraron a cirugía. La velocidad de la

camilla, el vaivén de la puerta y la orden estricta de una

enfermera me separaron de ella.

-Avísale a mi mamá –alcancé a oír.

Como si yo supiera dónde vivía su madre. Nadie lo sabía, ni

siquiera Emilio, que la conoció tanto y tuvo la suerte de tenerla.

Lo llamé para contarle. Se quedó tan mudo que tuve que

repetirle lo que yo mismo no creía, pero de tanto decírselo para

sacarlo de su silencio, aterricé y entendí que Rosario se moría.

-Se nos está yendo, viejo.

Lo dije como si Rosario fuera de los dos, o acaso alguna vez

lo fue, así hubiera sido en un desliz o en el permanente deseo

de mis pensamientos.

-Rosario.

No me canso de repetir su nombre mientras amanece,

mientras espero a que llegue Emilio, que seguramente no

vendrá, mientras espero que alguien salga del quirófano y diga

algo. Amanece más lento que nunca, veo apagarse una a una las

luces del barrio alto de donde una vez bajó Rosario.

-Mirá bien donde estoy apuntando. Allá arriba sobre la hilera

de luces amarillas, un poquito más arriba quedaba mi casa. Allá

debe estar doña Rubi rezando por mí.

Yo no vi nada, sólo su dedo estirado hacia la parte más alta

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de la montaña, adornado con un anillo que nunca imaginó que

tendría, y su brazo mestizo y su olor a Rosario. Sus hombros

descubiertos como casi siempre, sus camisetas diminutas y sus

senos tan erguidos como el dedo que señalaba. Ahora se está

muriendo después de tanto esquivar la muerte.

-A mí nadie me mata –dijo un día-. Soy mala hierba.

Si nadie sale es porque todavía estará viva. Ya he preguntado

varias veces pero no me dan razón, no la registramos, no hubo

tiempo.

-La muchacha, la del balazo.

-Aquí casi todos vienen con un balazo- me dijo la informante.

La creíamos a prueba de balas, inmortal a pesar de que

siempre vivió rodeada de muertos. Me atacó la certeza de que

algún día a todos nos tocaba, pero me consolé con lo que decía

Emilio: ella tiene un chaleco antibalas debajo de la piel.

-¿Y debajo de la ropa?

-Tiene carne firme –respondió Emilio al mal chiste-. Y

contentate con mirar.

Rosario nos gustó a todos, pero Emilio fue el único que tuvo

el valor, porque hay que admitir que no fue sólo cuestión de

suerte. Se necesitaba coraje para meterse con Rosario, y así yo lo

hubiera sacado, de nada hubiera servido porque llegué tarde.

Emilio fue el que la tuvo de verdad, el que se la disputó con su

anterior dueño, el que arriesgó la vida y el único que le ofreció

meterla entre los nuestros. «Lo mato a él y después te mato a

vos», recordé que la había amenazado Ferney. Lo recuerdo

porque se lo pregunté a Rosario:

-¿Qué fue lo que te dijo , Farley?

-Ferney.

-Eso, Ferney.

-Que primero mataba a Emilio y después me mataba a mí –

me aclaró Rosario.

Volví a llamar a Emilio. No le pregunté por qué no venía a

acompañarme, sus razones tendría. Me dijo que él también

seguía despierto y que seguramente más tarde pasaría.

-No te llamé para eso, sino para que me dieras el teléfono de

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la mamá de Rosario.

-¿Supiste algo? –preguntó Emilio.

-Nada. Siguen ahí adentro.

-Pero qué, ¿qué dicen?

-Nada, no dicen nada.

-¿Y ella te dijo que le avisaran a la mamá? –preguntó Emilio.

-Eso dijo antes que se la llevaran.

-Qué raro –dijo Emilio-. Hasta donde yo supe, ya no se

hablaba con su mamá.

-No hay nada de raro, Emilio, ahora sí como que es en serio.

Rosario siempre ha luchado por olvidar todo lo que ha

dejado atrás, pero su pasado es como una casa rodante que la

ha acompañado hasta el quirófano, y que se abre espacio a su

lado entre monitores y tanques de oxígeno, donde la tienen

esperando a que resucite.

-¿Cómo dijo que se llamaba?

-Se llama –le corregí a la enfermera.

-Entonces, ¿cómo se llama?

-Rosario –mi voz dijo su nombre con alivio.

-¿Apellido?

Rosario Tijeras, tendría que haber dicho, porque así era como

la conocía. Pero Tijeras no era su nombre, sino más bien su

historia. Le cambiaron el apellido, contra su voluntad y

causándole un gran disgusto, pero lo que ella nunca entendió

fue el gran favor que le hicieron los de su barrio, porque en un

país de hijos de puta, a ella le cambiaron el peso de un único

apellido, el de su madre, por un remoquete. Después se

acostumbró y hasta le acabó gustando su nueva identidad.

-Con el solo nombre asusto –me dijo el día en que la conocí-.

Eso me gusta.

Y se notaba que le gustaba, porque pronunciaba su nombre

vocalizando cada sílaba, y remataba con una sonrisa, como si

sus dientes blancos fueran su segundo apellido.

-Tijeras –le dije a la enfermera.

-¿Tijeras?

-Sí, Tijeras –le repetí imitando el movimiento con dos dedos-.

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Como las que cortan.

-Rosario Tijeras –anotó ella después de una risita tonta.

Nos acostumbramos tanto a su nombre que nunca pudimos

pensar que se llamara de otra manera. En la oscuridad de los

pasillos

...

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