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La Amarica


Enviado por   •  1 de Octubre de 2014  •  3.506 Palabras (15 Páginas)  •  264 Visitas

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Esto que muchos llaman la América Latina es, de modo muy significativo, el mundo al que se le ha arrebatado el nombre. Siempre ha habido una metáfora o un equívoco, o una razonable inconformidad sobre su nombre. Nuevo Mundo, Indias, América fueron otras tantas denominaciones del azar y hasta de ignorancia. Cuando en su mapa Martín Waldseemüller puso en 1507 el auspicioso nombre, lo colocó sobre el borde de la masa continental del sur. La parte del hemisferio norte no vino a llamarse América sino tardíamente.

Desde que en 1776 las antiguas colonias inglesas del norte se proclamaron independientes y a falta de designación propia optaron por la elemental definición política de Estados Unidos de América, que definía someramente su forma de gobierno y su situación geográfica, se planteó el problema del nombre para el sur. Cuando se hizo visible y poderosa la expansión y la fuerza del nuevo país, el nombre de americano vino a serle atribuido de un modo creciente. Para franceses e ingleses del siglo XVIII, Benjamín Franklin era el americano y en cambio un hombre como Francisco de Miranda, que podía encarnar con mejores títulos la realidad del nuevo mundo, era un criollo, un habitante de la Tierra Firme, o un exótico indiano.

El hecho de que el nombre no corresponda exactamente a la cosa no es lo importante. Ningún nombre corresponde exactamente a la cosa que designa. Arbitrarias y caprichosas en su origen fueron igualmente designaciones como Asia, África o Europa para no hablar de Italia o aun de España. El problema ha sido la falta de una identidad suficiente y segura.

Larga, difícil, no concluyente y cuatricentenaria es la busca de identidad de los hijos de la otra América, de ésa que se designa todavía por tantos nombres objetables y casi provisionales como Hispanoamérica, América Latina, Ibero-América y hasta Indo-América. La presencia de ese cambiante complemento revela la necesidad de una no bien determinada diferencia específica con el género próximo.

Poco importaría el nombre viejo o nuevo, ingenioso o llano, si detrás de su planteamiento no se revelara una no resuelta cuestión de definición y de situación.

Ha tenido mucho que ver en todo esto la peculiar actitud del latinoamericano con el lugar y la hora. Ha sido la suya, desde el inicio, una situación para ser cambiada. Más que en ningún otro ámbito histórico se ha pensado allí en términos de porvenir y lejanía. Más que el hoy ha importado el mañana, más que lo visible lo invisible y más que lo cercano lo lejano. La búsqueda de El Dorado es una instancia ejemplar y extrema de esa mentalidad. Poco importaba la ranchería escueta y escasa de riqueza en que se hallaban, ante la idea de que estaban en el camino de El Dorado. Siempre se encontraban frente a una inmensidad por conquistar, ante la cual lo conocido y poseído resultaba desmesuradamente pequeño. Había un más allá en el espacio y el tiempo donde todo sería bueno y abundante.

Desde la llegada de los conquistadores se miró más el futuro que el presente. Venían a hacer «entradas», a conocer tierras nuevas, a buscar tesoros, a fundar para el mañana, con un proyecto en la imaginación.

Influyó en esto el hecho de ser América el primer gran encuentro del hombre moderno con un espacio geográfico totalmente desconocido y en gran parte vacío. Más importante que lo que había era lo que se podía hacer. El hecho mismo de llamarlo Nuevo Mundo revela esa concepción visionaria. No venían a sojuzgar ciudades y países sino a fundar lo que no existía y sin tomar mucho en cuenta lo que existía. Se crearon reinos, gobernaciones y provincias como un arquitecto traza en el papel el edificio por construir. Más que el presente importaba lo que podía ser hecho para el futuro. Se iba a hacer una Nueva España, una Nueva Castilla, una Nueva Toledo, a fundar la Orden de los Caballeros de la Espuela Dorada, o simple y llanamente, la Utopía de Tomás Moro.

La América Latina fue concebida como un proyecto. Todo lo que dicen los documentos oficiales más antiguos se refiere a lo que se puede hacer aquí. Esto va desde las Cartas de Colón hasta los discursos de Bolívar, desde la visión futurista y asombrada del jesuita Acosta en el siglo XVI hasta la descripción de las posibilidades del porvenir de que está llena la obra profética de Humboldt al final del período colonial.

La independencia misma tiene más que ver con un proyecto de futuro que con una realidad de presente. Es esa su mayor característica. Hay que crear para el mañana la más perfecta república que la humanidad haya conocido. No importan las limitaciones y los obstáculos del presente. Cuando en 1811 el Congreso venezolano dicta la primera Constitución hispanoamericana no parece tomar en consideración la situación real del país ni sus instituciones vigentes, ni su organización social o su economía, sino que se lanza, exento y libre de toda atadura con la realidad circundante, a invocar un orden político que requería la transformación de toda la realidad existente para poder funcionar.

Se iban al más remoto pasado o se lanzaban al más utópico futuro. Todo menos al presente. Por lo demás, el pasado remoto, actualizado o resucitado, de una leyenda dorada ha sido una forma tradicional del pensamiento revolucionario. La revolución, en el fondo es una nostalgia, una tentativa de volver a la olvidada y perdida Edad de Oro.

En los papeles de los creadores de la revolución hispanoamericana surge ese desdén por lo inmediato. En el archivo de Miranda abundan los testimonios de esta actitud mental. Miranda observa y estudia el funcionamiento de las más avanzadas instituciones políticas de la Europa de su tiempo, desde el ejército y los hospitales, hasta los jardines y el Parlamento, para transportarlos en su oportunidad al Nuevo Mundo, pero a la hora de darle un nombre al jefe de ese inmenso Estado nuevo que se iba a extender desde México hasta la Argentina, no encuentra ninguno mejor que el del Inca. Un Inca iba a presidir la vasta república mirandina, estructurada sobre las más modernas formas políticas ensayadas por Inglaterra y por la Revolución Francesa.

El primero que se percata del riesgo de esta posición es Bolívar, que en el Manifiesto de Cartagena y sobre todo, en 1819, en el Discurso de Angostura, señala el reiterado error de no tomar en cuenta la realidad social creada por la historia. No tuvo buen éxito este llamado al orden. El continuo batallar del siglo XIX está expresado en proclamas utópicas que muy poco tienen que ver con la realidad circundante. Se buscaba una perfección política abstracta y se la quería para mañana.

Todo esto que no ha dejado de ser visto caricaturescamente,

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