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El VENCEDRO CESAR VALLEJO


Enviado por   •  21 de Octubre de 2013  •  1.086 Palabras (5 Páginas)  •  227 Visitas

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Un incidente de manos en el recreo llevó a dos niños a romperse los dientes a la salida de la escuela. A la puerta del plantel se hizo un tumulto. Gran número de muchachos, con los libros al brazo, discutían acaloradamente, haciendo un redondel en cuyo centro estaban, en extremos opuestos, los contrincantes: dos niños poco más o menos de la misma edad, uno de ellos descalzo y pobremente vestido. Ambos sonreían, y de la rueda surgían rutilantes diptongos, coreándolos y enfrentándolos en fragorosa rivalidad. Ellos se miraban echándose los convexos pechos, con aire de recíproco desprecio. Alguien lanzó un alerta:

–¡El profesor! ¡El profesor!

La bandada se dispersó.

La pasión infantil abría y cerraba calles en el tumulto. Se formaron partidos por uno y otro de los contrincantes. Estallaban grandes clamores. Hubo puntapiés, llantos, risotadas.

–¡Al cerrillo! ¡Al cerrillo! ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hurra!...

Un estruendoso y confuso vocerío se produjo y la muchedumbre se puso en marcha. A la cabeza iban los dos rivales.

A lo largo de las calles y rúas, los muchachos hacían una algazara ensordecedora. Una anciana salió a la puerta de su casa y gruñó muy en cólera:

–¡Juan! ¡Juan! ¡A dónde vas, mocito! Vas a ver...

Las carcajadas redoblaron.

Leonidas y yo íbamos muy atrás. Leonidas estaba demudado y le castañeteaban los dientes.

–¿Vamos quedándonos? -le dije.

–Bueno -me respondió-. ¿Pero si le pegan a Juncos?...

Llegados a una pequeña explanada, al pie de un cerro de la campiña, se detuvo el tropel. Alguien estaba llorando. Los otros reían estentóreamente. Se vivaba a contrapunteo:

–¡Viva Cancio! ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hip!... ¡Hurraaaaa!...

Se hizo un orden frágil. La gritería y la confusión renacieron. Pero se oyó una voz amenazadora:

–¡Al primero que hable, le rompo las narices!

–Voy a Juncos.

–Voy a Cancio.

Se hacían apuestas como en las carreras de caballos o en las peleas de gallos.

Juncos era el niño descalzo. Esperaba en guardia, encendido y jadeante. Más bien escueto y cetrino y de sabroso genio pendenciero. Sus pies desnudos mostraban los talones rajados. El pantalón de bayeta blanca, andrajoso y desgarrado a la altura de la rodilla izquierda, le descendía hasta los tobillos. Tocaba su cabeza alborotada un grueso e informe sombrero de lana. Reía como si le hiciesen cosquillas. Las apuestas en su favor crecían. Por Cancio, en cambio, las apuestas eran menores. Era este un niño decente, hijo de buena familia. Se mordía el labio superior con altivez y cólera de adulto. Tenía zapatos nuevos.

–¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!

El tropel se sumió en un silencio trágico. Leonidas tragó saliva. Cancio no se movía de su guardia, reduciéndose a parar las acometidas de Juncos. Un puñetazo en el costado derecho, esgrimido con todo el brazo contrario, le hizo tambalear. Le alentaron. Recuperó su puesto y una sombra cruzó por su semblante. Juncos, finteando, sonreía.

Cancio empezó a despertar mi simpatía. Era inteligente y noble. Nunca buscó camorra a nadie, Cancio me era simpático y ahora se avivaba esa simpatía. Leonidas también estaba ahora de su parte. Leonidas estaba colorado y se movía nerviosamente, ajustando sus movimientos a los trances de la lucha. Cuando Cancio iba a caer por tierra, a una puñada del héroe contrario, Leonidas, sin poder contenerse, alargó la mano canija y dio un buen pellizcón a Juncos. Yo le dije:

–Déjalo. No te metas.

–¡Y por qué le

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