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Del Amor Y Otros Demonios


Enviado por   •  1 de Septiembre de 2013  •  1.200 Palabras (5 Páginas)  •  599 Visitas

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es idéntica a tu padre», le dijo. «Un engendro».

Gabriel García Márquez 19

Del amor y otros demonios

Ese seguía siendo el ánimo de ambos el día en que el marqués regresó del

hospital del Amor de Dios y le anunció a Bernarda su determinación de

asumir con mano de guerra las riendas de la casa. Había en su premura un

algo frenético que dejó a Bernarda sin réplica.

Lo primero que hizo fue devolverle a la niña el dormitorio de su abuela la

marquesa, de donde Bernarda la había sacado para que durmiera con los

esclavos. El esplendor de antaño seguía intacto bajo el polvo: la cama

imperial que la servidumbre creía de oro por el brillo de sus cobres; el

mosquitero de gasas de novia, las ricas vestiduras de pasamanería, el

lavatorio de alabastro con numerosos pomos de perfumes y afeites alineados

en un orden marcial sobre el tocador; el beque portátil, la escupidera y el

vomitorio de porcelana, el mundo ilusorio que la anciana baldada por el

reumatismo había soñado para la hija que no tuvo y la nieta que nunca vio.

Mientras las esclavas resucitaban el dormitorio, el marqués se ocupó de

poner su ley en la casa.

Espantó a los esclavos que dormitaban a la sombra de las arcadas y

amenazó con azotes y ergástulas a los que volvieran a hacer sus

necesidades en los rincones o jugaran a suerte y azar en los aposentos

clausurados. No eran disposiciones nuevas. Se habían cumplido con mucho

más rigor cuando Bernarda tenía el mando y Dominga de Adviento lo

imponía, y el marqués se regodeaba en público de su sentencia histórica:

«En mi casa se hace lo que yo obedezco». Pero cuando Bernarda sucumbió

en los tremedales del cacao y Dominga de Adviento murió, los esclavos

volvieron a infiltrarse con gran sigilo, primero las mujeres con sus crías para

ayudar en oficios menudos, y luego los hombres ociosos en busca de la

fresca de los corredores.

Aterrada por el fantasma de la ruina, Bernarda los mandaba a que se

ganaran la comida mendigando en la calle. En una de sus crisis decidió

manumitirlos, salvo a los tres o cuatro del servicio doméstico, pero el marqués

se opuso con una sinrazón:

«Si han de morirse de hambre, es mejor que se mueran aquí y no por esos

andurriales».

No se atuvo a fórmulas tan fáciles cuando el perro mordió a Sierva María.

Invistió de poderes al esclavo que le pareció de más autoridad y mayor

confianza, y le impartió instrucciones cuya dureza escandalizó a la misma

Bernanda. A la primera noche, cuando la casa estaba ya en orden por

primera vez desde la muerte de Dominga de Adviento, encontró a Sierva

María en la barraca de las esclavas, entre media docena de jóvenes negras

que dormían en hamacas entrecruzadas a distintos niveles. Las despertó a

todas para impartir las normas del nuevo gobierno.

«Desde esta fecha la niña vive en la casa», les dijo.

«Y sépase aquí y en todo el reino que no tiene más que una familia, y es sólo

de blancos».

La niña resistió cuando él quiso llevarla en brazos al dormitorio, y tuvo que

hacerle entender que un orden de hombres reinaba en el mundo. Ya en el

dormitorio de la abuela, mientras le cambiaba el refajo de lienzo de las

esclavas por una camisa de noche, no logró de ella una palabra. Bernarda

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Del amor y otros demonios

lo vio desde la puerta: el marqués sentado en la cama luchando con los

botones de la camisa de dormir que no pasaban por los ojales nuevos, y la

niña de pie frente a él, mirándolo impasible. Bernarda no

pudo reprimirse. «¿Por qué no se casan?», se burló y como el marqués no le

hizo caso, dijo más:

«No sería un mal negocio parir marquesitas criollas con patas de gallina para

venderlas a los circos».

Algo había cambiado también en ella. A pesar de la ferocidad de la risa su

...

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