Juan Salvador Gaviotas
Enviado por otakuechi • 1 de Febrero de 2014 • 8.454 Palabras (34 Páginas) • 225 Visitas
Capitulo I
Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el
aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas
se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida. Comenzaba otro
día de ajetreos. Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está
practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies
palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y
difícil posición requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad
hasta que el viento no fue mas que un susurro en su cara, hasta que el océano
pareció detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo
el aliento, forzó aquella torsión un... sólo... centímetro... más...
Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó. Las gaviotas, como es bien
sabido, nunca se atascan, nunca se detienen. Detenerse en medio del vuelo es
para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas
en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de
nuevo-, no era un pájaro cualquiera.
La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las normas de vuelo
más elementales: como ir y volver entre playa y comida. Para la mayoría de las
gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta gaviota, sin
embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. Más que nada en el
mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar.
Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace popular
entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a Juan
pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura,
experimentando.
No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a
alturas inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas, podía quedarse en
el aire más tiempo, con menos esfuerzo; y sus planeos no terminaban con el
normal chapuzón al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras de sí una
estela plana y larga al rozar la superficie con sus patas plegadas en
aerodinámico gesto contra su cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de
patas recogidas -que luego revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres
se desanimaron aún más.
-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan
difícil ser como el resto de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos
rasantes a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡Hijo, ya no eres
más que hueso y plumas!
-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo
hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.
-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá
pocos barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las profundidades. Si
quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar es
muy bonito, pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? No olvides que la
razón de volar es comer. Juan asintió obedientemente. Durante los días
sucesivos, intentó comportarse como las demás gaviotas; lo intentó de verdad,
trinando y batiéndose con la Bandada cerca del muelle y los pesqueros,
lanzándose sobre un pedazo de pan y algún pez. Pero no le dió resultado.
Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente
disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría estar
empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender!
No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo de
nuevo hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo. El tema fue la velocidad,
y en una semana de prácticas había aprendido más acerca de la velocidad que
la más veloz de las gaviotas. A una altura de trescientos metros, aleteando con
todas sus fuerzas, se metió en un abrupto y flameante picado hacia las olas, y
aprendió por qué las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. En sólo
seis segundos voló a cien kilómetros por hora, velocidad a la cual el ala
levantada empieza a ceder. Una vez tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de
todo su cuidado, trabajando al máximo de su habilidad, perdía el control a alta
velocidad.
Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia arriba,
luego inclinándose, hasta lograr un picado vertical. Entonces, cada vez que
trataba de mantener alzada al máximo su ala izquierda, giraba violentamente
...