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John Dewey


Enviado por   •  12 de Junio de 2013  •  3.987 Palabras (16 Páginas)  •  254 Visitas

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TEMA 1. EL PENSAMIENTO EDUCATIVO DE JOHN DEWEY: LA ESCUELA Y LA EXPERIENCIA VITAL DEL NIÑO.

Una invariable en la obra de John Dewey es su oposición a las bases y efectos de una educación tradicional. Él decía que el modelo tradicional no hacía más que promover una enseñanza verbal, en la cual solo se obligaba al niño a memorizar y repetir. Reducido a esto el niño solo estaba predestinado a escuchar y absorber Dewey desarrolló una filosofía que abogaba por la unidad entre la teoría y la práctica, unidad que explicaba en su propio quehacer de intelectual y militante político. Su pensamiento se basaba en la convicción moral de que “democracia es libertad”, por lo que dedicó toda su vida a elaborar una argumentación filosófica para fundamentar esta convicción y a militar para llevarla a la práctica.

El compromiso de Dewey con la democracia y con la integración de teoría y práctica fue sobre todo evidente en su carrera de reformador de la educación.

No es una casualidad, observaba, si como él, muchos grandes filósofos se interesan por los problemas de la educación, ya que existe “una estrecha y esencial relación entre la necesidad de filosofar y la necesidad de educar”. Si filosofía es sabiduría –la visión de una “manera mejor de vivir”, la educación orientada conscientemente constituye la praxis del filósofo. “Si la filosofía ha de ser algo más que una especulación ociosa e inverificable, tiene que estar animada por el convencimiento de que su teoría de la experiencia es una hipótesis que sólo se realiza cuando la experiencia se configura realmente de acuerdo con ella, lo que exige que la disposición humana sea tal que se desee y haga lo posible por realizar ese tipo de experiencia”. Esta configuración de la disposición humana puede conseguirse mediante diversos agentes, pero en las sociedades modernas la escuela es el más importante y como tal constituye un lugar indispensable para que una filosofía se plasme en “realidad viva”

Los esfuerzos de Dewey por dar vida a su propia filosofía en las escuelas estuvieron acompañados de controversias y hasta hoy día siguen siendo un punto de referencia en los debates acerca de los fallos del sistema escolar norteamericano: el enemigo encarnizado de los conservadores fundamentalistas es considerado como el precursor inspirador de los reformadores partidarios de una enseñanza “centrada en el niño”. En estos debates, ambos bandos suelen leer erróneamente a Dewey, sobreestimando su influencia y subestimando los ideales democráticos que animaban su pedagogía.

Pragmatismo y pedagogía Durante el decenio de 1890, Dewey pasó gradualmente del idealismo puro para orientarse hacia el pragmatismo y el naturalismo de la filosofía de su madurez. Para él, el pensamiento no es un conglomerado depresiones sensoriales, ni la fabricación de algo llamado “conciencia”, y mucho menos una manifestación de un “Espíritu absoluto”, sino una función mediadora e instrumental que había evolucionado para servir los intereses de la supervivencia y el bienestar humanos.

Esta teoría del conocimiento destacaba la “necesidad de comprobar el pensamiento por medio de la acción si se quiere que éste se convierta en conocimiento”. Dewey reconoció que esta condición se extendía a la propia teoría Sus trabajos sobre la educación tenían por finalidad sobre todo estudiar las consecuencias que tendría su instrumentalismo para la pedagogía y comprobar su validez mediante la experimentación. Dewey estaba convencido de que muchos problemas de la práctica educativa de su época se debían a que estaban fundamentados en una epistemología dualista errónea –epistemología que atacó en sus escritos del decenio de 1890 sobre psicología y lógica–, por lo que se propuso elaborar una pedagogía basada en su propio funcionalismo e instrumentalismo. Tras dedicar mucho tiempo a observar el crecimiento de sus propios hijos, Dewey estaba convencido de que no había ninguna diferencia en la dinámica de la experiencia de niños y adultos. Unos y otros son seres activos que aprenden mediante su enfrentamiento con situaciones problemáticas que surgen en el curso de las actividades que han merecido su interés. El pensamiento constituye para todos un instrumento destinado a resolver los problemas de la experiencia y el conocimiento es la acumulación de sabiduría que genera la resolución de esos problemas. Por desgracia, las conclusiones teóricas de este funcionalismo tuvieron poco impacto en la pedagogía y en las escuelas se ignoraba esta identidad entre la experiencia de los niños y la de los adultos.

Dewey afirmaba que los niños no llegaban a la escuela como limpias pizarras pasivas en las que los maestros pudieran escribir las lecciones de la civilización. Cuando el niño llega al aula “ya es intensamente activo y el cometido de la educación consiste en tomar a su cargo esta actividad y orientarla”. Cuando el niño empieza su escolaridad, lleva en sí cuatro “impulsos innatos –el de comunicar, el de construir, el de indagar y el de expresarse de forma más precisa”– que constituyen “los recursos naturales, el capital para invertir, de cuyo ejercicio depende el crecimiento activo del niño” (Dewey, 1899, pág. 30). El niño también lleva consigo intereses y actividades de su hogar y del entorno en que vive y al maestro le incumbe la tarea de utilizar esta “materia prima” orientando las actividades hacia “resultados positivos. Esta argumentación enfrentó a Dewey con los partidarios de una educación tradicional “centrada en el programa” y también con los reformadores románticos que abogaban por una pedagogía “centrada en el niño”. Los tradicionalistas, a cuyo frente se encontraba William Torrey Harris, Comisionado de Educación de los Estados Unidos, eran favorables a una instrucción disciplinada y gradual de la sabiduría acumulada por la civilización. La asignatura constituía la meta y determinaba los métodos de enseñanza. Del niño se esperaba simplemente “que recibiera, que aceptara. Ha cumplido su papel cuando se muestra dócil y disciplinado”. En cambio, los partidarios de la educación centrada en el niño, como G. Stanley Hall y destacados miembros de la National Herbart Society, afirmaban que la enseñanza de asignaturas debía subordinarse al crecimiento natural y desinhibido del niño. Para ellos, la expresión de los impulsos naturales del niño constituía el “punto de partida, el centro, el fin”. Estas diferentes escuelas de pensamiento libraban un feroz combate en el decenio de 1890. Los tradicionalistas defendían los conocimientos duramente adquiridos a lo largo de siglos de lucha intelectual y consideraban que la educación centrada en el niño era caótica, anárquica, una rendición de la autoridad de los adultos, mientras que los románticos

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