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Enviado por   •  30 de Abril de 2013  •  2.885 Palabras (12 Páginas)  •  287 Visitas

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DESPIERTO, Y

AÚN ESTOY CONTIGO

H

ay momentos en la vida que nos hacen sentir nervio-

sos. Un examen  nal en la universidad o enfrentar a

los suegros para pedir la mano de la novia, por ejemplo.

¡Imagínate los nervios el día que conocemos al amor de

nuestra vida! Sentimos mariposas que vuelan en nuestro

estómago. No sabemos cómo comportarnos o qué decir,

y cuando por  n creemos tener las palabras adecuadas,

decimos lo primero que se nos ocurre, nos tiembla la voz

y luego enmudecemos. Se nos acaban las ideas y nos da-

mos cuenta que la gran conversación que soñábamos te-

ner terminó en pocos minutos.

Ni hablar del día de la boda. Siempre hay algo que se

nos olvida, o peor aún, recordamos en la luna de miel que

olvidamos invitar a alguien a la ceremonia. Otro evento

que nos pone muy nerviosos es el nacimiento de nues-

tros hijos. En mi caso, recuerdo que había planeado cada

detalle con el doctor que atendía a mi esposa. El plan era

que estuviera presente durante el alumbramiento, pero

cuando llegó el momento de ir a la sala de operaciones,

el doctor me vio tan nervioso que solo apretó mi mano y

empujándome suavemente dijo: «Lo veo más tarde». Sin

más, me dejó parado en el pasillo y se fue.

La verdad es que cada quien tiene sus momentos, y

no todos sentimos los mismos nervios por las mismas

situaciones. Pero pocas veces me he sentido tan nervioso

como aquel gran día de agosto de 1994. Estaba a punto

de entrar en una de las iglesias más importantes de aquel

entonces para gozar de una de sus famosas reuniones de

avivamiento. Hacía más de once años que estaba orando

por un mayor avivamiento en mi vida. Buscaba la pre-

sencia del Señor y su unción con todo mi corazón. Había

escuchado que en esas reuniones el poder de Dios se de-

rramaba intensamente, tanto que podía sentirse hasta en

los parqueos del lugar. Mi expectativa era muy grande.

Esperaba que al cruzar la puerta de entrada el Espíritu

Santo viniera sobre mí y me dejara tendido en el piso.

Imaginaba que al levantarme sería el hombre más ungido

que pudiera existir.

Cuando  nalmente logré entrar, sufrí una gran de-

silusión. El poder del Señor era real y estaba allí, solo un

necio podía negarlo. Había muchas personas tocadas por

el Espíritu Santo, pero a mí no me sucedía nada, por lo

menos no de la misma forma que a la mayoría.

A veces sentía un pequeño hormigueo sobre mi piel,

pero eso era todo. Después de varios días de asistir a es-

tas reuniones, doce para ser exacto, me frustré muchísi-

mo. No me sucedía nada a pesar de ir dos veces diarias,

o sea, un promedio de siete horas por día.

¿Puedes imaginarlo? Orar durante más de once años,

manteniendo una vida en santidad, sirviendo al Señor y

que… ¡no suceda nada! Comencé a cuestionarme seria-

mente muchas cosas. No podía negar que el poder de

Dios estaba allí, pero no podía a rmar que yo lo tuviera.

Cuando el predicador llamaba a quienes querían re-

cibir la unción, es decir el poder de Dios, yo corría para

estar en primera  la, y después de la oración, mientras to-

dos caían bajo el poder del Señor, seguía allí de pie. A esto

debía agregar el hecho de que mi esposa era constante-

mente llena del poder del Espíritu Santo. Cada noche, con

su mejor intención, intentaba explicarme cómo recibía el

poder de Dios y se empeñaba en motivarme a imitarla.

Sonia bebía tanto de los ríos de Dios que en una oca-

sión, cuando bajamos del auto para entrar a la iglesia,

noté que no llevaba su Biblia. Le pregunté la razón ya que

ella siempre la llevaba consigo, no solo por ser cristiana,

sino porque era esposa de un pastor y debía dar el ejem-

plo. Sonriendo me respondió: «Hoy voy a beber tanto del

Espíritu que me vas a tener que sacar del lugar cargada

sobre tus brazos».

Efectivamente, durante la reunión Sonia fue tocada

por el poder de Dios y quedó completamente llena de

su presencia. La experiencia fue tan intensa que cuan-

do estaba tirada sobre la alfombra me acerqué, la moví

un poco y le dije: «Te bajó la presión, ¿verdad?». Ella giró

lentamente su cara y me dirigió una mirada tan intensa

que te aseguro en ese momento recibí el don de interpre-

tación de miradas y me dije a mí mismo: «Creo que es

tiempo de salir y tomarme un cafecito».

Momentos más tarde tenía que cargar a mi esposa total-

mente llena de la presencia de Dios. Obviamente, ante

estas evidencias mi frustración fue en aumento, al punto

que un día, sentado en las gradas de aquel templo, em-

pecé a llorar como un niño que ha perdido a su ser más

querido. Entonces le pregunté a Dios por qué no recibía

aquella poderosa unción como lo hacían los demás. Yo era

un hombre de oración que dedicaba más de una hora dia-

ria a hablar con él, además ayunaba y vivía en santidad.

Fue allí que Dios me confrontó:

—Carlos, tu problema es la fe —me dijo el Señor.

—Pero soy una persona a quien otros miran como hom-

bre de fe —dije.

—Mírate, tienes dinero en tu cuenta y no puedes com-

prarte con gozo un buen par de zapatos

En ese momento, Dios me desa ó y cambió mi actitud.

—Si no puedes tener fe para un par de zapatos, ¿cómo

puedes tener fe para ver mi gloria? ¿Qué es mayor: Mi

gloria o unos zapatos?

Sinceramente, re exioné mucho sobre la idea de escribir

esta experiencia, pero no puedo dejar de hacerlo, porque

aunque parezca ridículo, esta

simple pregunta cambió mi vida

entera.

Por otro lado, la Biblia está llena

de casos en los que Dios envía a

personas a hacer cosas muy ra-

ras. Creo que eso me consoló y

motivó a seguir. Por favor, medita

por un momento, si no tenemos

fe para lo material, ¿cómo la ten-

dremos para lo espiritual? Si no

tengo fe para lo pequeño, ¿cómo la tendré para lo grande?

En mi caso, antes que la unción vino la confrontación.

Comprendí

...

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