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La Ciudad De Dios De San Agustin


Enviado por   •  7 de Enero de 2013  •  1.386 Palabras (6 Páginas)  •  786 Visitas

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La Ciudad De Dios

San Agustín

Introducción de Francisco Montes de Oca.

INTRODUCCIÓN

Del mismo modo que un cuerpo humano minado por la vejez llama a las enfermedades, así

el Imperio Romano, a fines del siglo IV, llamaba a su seno a los Bárbaros. Y vinieron, en

efecto: y llegaron, no sólo como estaban todos habituados a verlos antaño, es decir, como

soldados más o menos encuadrados, sino por tribus enteras, con mujeres y niños, con

carromatos, carretas de bagajes, caballerías de reserva, animales y rebaños. El término

exacto para designar aquel fenómeno, mucho más que la palabra española invasión, que

hace pensar, sobre todo, en la entrada de un ejército en un país, sería el alemán

Völkerwanderung, migración de pueblos. Lo que el universo mediterráneo había conocido

más de mil años antes de nuestra Era, cuando los invasores arios, griegos y latinos, habían

asaltado los viejos imperios, volvió a reproducirse a partir de fines del siglo IV. Uno de los

episodios que mayor trascendencia tuvo y que más conmoción causó en el seno del Imperio

fue el saqueo de Roma por las tropas de Alarico en el año 410. Acontecimiento terrible, que

depositó un dejo de tristeza aun en los espíritus más firmes, aunque no fue totalmente

inesperado. El propio San Agustín se sintió profundamente conmovido.

Llevaba en el corazón el destino del Imperio, por lo ligado que lo creía al destino de la

Iglesia. Dos años antes había sabido con gran consternación, por una carta del presbítero

Victoriano, cómo los vándalos habían invadido la infortunada España y cómo habían

incendiado sistemáticamente todas las basílicas y asesinado, casi sin excepción, a cuantos

siervos de Dios pudieron capturar. Y a comienzos del 409, cuando los visigodos

amenazaron por vez primera la Ciudad eterna, reprendía Agustín a una matrona allí

residente, porque, habiéndole escrito tres veces, nada le contaba sobre la situación de

Roma: "Tu última carta no me dice nada sobre vuestras tribulaciones. Y querría saber qué

hay de cierto en un confuso rumor llegado hasta mí acerca de una amenaza a la Ciudad" El

temor del obispo de Hipona se convertiría en desoladora realidad en menos de dos años.

Roma, la inexpugnable Roma, fue conquistada por Alarico y entregada al saqueo; la Ciudad

eterna tuvo que confesarse mortal. La fecha del 24 de agosto de 410 sonó en los oídos

romanos como la campana de la agonía. Durante cuatro días consecutivos se desencadenó

allí un frenesí de crímenes y de violencias, en una atmósfera de pánico. Pocos días después

llegaba al África la terrible nueva: ¡Roma acababa de ser saqueada por los bárbaros! La

vieja capital, inviolada desde los lejanos tiempos de la invasión gala, había sido forzada por

las bandas de un godo y gemía todavía bajo el peso de sus ultrajes. Y tras la nueva, fueron

llegando algunos de los que lograron escapar a la catástrofe. Veíase desembarcar, en

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atuendo mísero y con la mirada turbada, a aristócratas fugitivos portadores de los más

ilustres apellidos romanos.

Se escuchaban sus relatos acerca de los actos de terror en la ciudad, los palacios

incendiados, los jardines de Salustio en llamas, la casa de los ricos, la sangre que manchaba

los mármoles de los foros, los carros de los bárbaros atestados de objetos preciosos robados

y maltrechos. Familias enteras habían quedado aniquiladas, habían sido asesinados

senadores, violadas vírgenes consagradas a Dios, y la anciana Marcela había sido

abandonada por muerta en su palacio del Ayentino, por no haber podido mostrar a los

bárbaros asaltantes ningún escondrijo de oro y haberles rogado solamente que respetaran el

honor de su joven compañera Principia. Se los oía con horror y se repetían por doquiera sus

relatos, mientras ellos, los últimos romanos, se daban prisa en abandonar la minúscula

ciudad portuaria y marchaban a Cartago, donde inmediatamente ocupaban otra vez

localidades en el teatro, y donde, con la presencia de los fugitivos romanos, la locura y

barahúnda eran mayores que antes. Pero la impresión de la caída de Roma no podía

borrarse fácilmente. El mundo parecía decapitado. "¡Cómo han caído las torres!", leían los

ascetas en Jeremías y pensaban en la torre de la muralla aureliana. "¡Qué solitaria está la

ciudad, antes populosa!", pensaban las gentes pías, cuando oían hablar del espantoso vacío

que

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