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De La Muerte


Enviado por   •  14 de Julio de 2011  •  2.871 Palabras (12 Páginas)  •  985 Visitas

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De la Muerte

Alfonso Fernández Tresguerres

Desprovista de todo dramatismo, la muerte del individuo no tiene la menor trascendencia objetiva. Se trata de un fenómeno enteramente natural mediante el que se logra la regeneración genética y la supervivencia de la especie

«El hombre es un ser para la muerte», escribió Heidegger, culminando, de ese modo, uno de los más pavorosos descubrimientos filosóficos de la humanidad, porque, sin duda, hasta entonces no habíamos caído en la cuenta de que, en efecto, somos mortales; y diríase que no cabe hablar de la muerte más que con gesto adusto y tono grave (como el que a uno le parece necesario adoptar para repetir las palabras del filósofo alemán), y, sin embargo, morirse es una vulgaridad: se trata, con toda certeza, de casi lo único que todo el mundo realiza con exquisita puntualidad y lograda perfección. Y pese a ello, la muerte nos ocupa y, sobre todo, nos pre-ocupa. No al difunto en tanto que difunto, claro está, a quien ya no le ocupa ni le pre-ocupa nada; pero es seguro que antes del tránsito sí le pre-ocupó y tal vez le ocupó también. Y aquí reside, probablemente, el error del argumento de Epicuro (del fármaco o consejo con el que pretende consolarnos y librarnos del miedo a la muerte), porque si bien es cierto que nadie puede vivir su muerte, no lo es menos que todos pueden preverla. Es verdad que la muerte no es un acontecimiento que forme parte de mi vida y al que yo pudiera calificar de «bueno» o «malo», porque para que algo sea un bien o un mal es preciso sentirlo, y la muerte es el fin de toda sensibilidad, así que, en efecto, podría parecer obvio que «mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, ya no somos», pero en tanto que la segunda de esas proposiciones resulta evidente (referida sólo a uno mismo, sin considerar ahora la muerte del otro), la primera, en cambio, no lo es tanto, porque mientras somos, existen múltiples formas de hacer presente la propia muerte, de hacer que la muerte sea, mediante la anticipación y el pensamiento, y existen también múltiples formas mediante las cuales la muerte se nos hace presente como muerte del otro (del ser querido), cuya muerte sí es un acontecimiento en nuestra vida y forma parte de ella, trágica, irreparable, irreversiblemente. Para quien ha experimentado el dolor que provoca una pérdida semejante es un consuelo saber que son muy pocos los entierros a los que verdaderamente tenemos que asistir (aunque, por lo mismo, son muy pocas las personas que asistirán verdaderamente al nuestro).

Sin embargo, pese a los deseos de Epicuro, y también a los de Espinosa, quien escribió aquello de que «un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida», lo cierto es que la muerte ha sido fiel compañera de nuestro pensamiento. Tal es así, que incluso cabría reconstruir la historia de la filosofía a partir de la idea de la muerte, esto es, de la forma en que ésta ha sido pensada por filósofos y escuelas, incluido, claro es, el propio Espinosa, quien pensó en la muerte lo suficiente al menos como para afirmar que no debe ser pensada. Santayana llegó todavía más lejos, al sugerir que un buen proceder para calibrar la fuerza de una filosofía es examinar lo que piensa de la muerte. Pero seguramente no tan lejos como Sócrates y Platón, para quienes la filosofía no es sino una meditatio y preparatio mortis. Cómo no recordar a Sócrates en su último día de vida afirmando que «los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan en morir, y son los hombres a quienes resulta menos temeroso el estar muertos». Así pues, Platón y Sócrates, lo mismo que Epicuro, aunque tal vez por motivos distintos, no encuentran nada temible en la muerte. Esa es, asimismo, la opinión predominante entre los estoicos. La obra de Séneca, Epicteto o Marco Aurelio abunda en consideraciones de ese tenor. El planteamiento es incluso muy similar al de Epicuro: «La fuente de todas las miserias para el hombre –dice Epicteto– no es la muerte, sino el miedo a la muerte». Y Séneca, por su parte, repite casi con las mismas palabras el argumento de Epicuro cuando escribe que a la muerte «deberíamos temerla si pudiese permanecer con nosotros, pero, por necesidad, o no llega o pasa». En el siglo XVIII, Kant, enlazando, en alguna medida, con la tradición epicúrea y estoica, afirmará expresamente la imposibilidad de pensar la propia muerte: «El pensamiento: no soy, no puede existir; pues si no soy, tampoco puedo ser consciente de que no soy». Y afirmará, asimismo, la imposibilidad de experimentarla: «El morir no puede experimentarlo ningún ser humano en sí mismo (pues para hacer una experiencia es necesaria la vida), sino sólo percibirlo en los demás». Por eso concluye Kant recordando aquello que decía Montaigne de que, en realidad, no tenemos miedo a morir, sino a la idea de estar muertos.

En el otro extremo se encuentran los filósofos existencialistas (Heidegger o Sartre), para quienes la muerte es absurda, desde el momento enque, como dice Sartre, quita toda significación a la vida (algo que a la propia muerte no parece importarle lo más mínimo). Y dentro del existencialismo (por esto, pero no sólo por esto) hay que incluir a nuestro Miguel de Unamuno, quien gritaba (Unamuno siempre escribe a voces) que con razón, contra la razón o sin ella, no quería, no le daba la gana de morirse, que haría falta que lo cesarán de la vida, porque él no pensaba dimitir (y lo cesaron, ciertamente; en concreto, el 31 de diciembre de 1936). Esta segunda gran posición del pensar sobre la muerte ha sido perfectamente resumida por F. de la Rochefoucauld (uno de mis cínicos preferidos), quien, acordándose, tal vez, de Epicuro o de los estoicos, escribió: «Puede haber diversas causas que nos muevan a aborrecer la vida, pero nunca hay una razón para despreciar la muerte».

En cualquier caso, yo sigo pensando que el error de argumentos como el de Epicuro estriba en olvidar, además de la muerte del otro, la capacidad de previsión de la propia, de la que goza (o mejor: sufre) en exclusiva el ser humano, ya que, con toda seguridad, hay que considerarla específicamente suya, porque nada nos hace suponer que el resto de los animales tengan conciencia de su propia finitud, con lo que, a fin de cuentas, en su caso sí es verdad que mientras son la muerte no es, y cuando la muerte es, ya no son. Los animales son, en ese sentido, inmortales: viven instalados en la eternidad; viven como si cada momento fuese eterno. Suponer que las cosas puedan ser de otro modo, es decir, suponer que el animal se sabe mortal, obligaría a atribuirle también una complejísima red de mecanismos mentales francamente desproporcionada y fantástica, como, por ejemplo, la capacidad

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